Si hubiera que plantear una operación izakaya podría ser así.

Pero antes: unas notas sobre qué es (o no es) un izakaya. Un izakaya –o pub japonés o cantina japonesa– no sirve comida que requiere años de entrenamiento; no sueña con la perfección ni la obsesión del microdetalle; no es caro, no busca el silencio reverente sino el ruido, el desmadre. Ni completamente restaurante ni bar hecho y derecho, Mark Robinson, en Izakaya: The Japanese pub cookbook, agrega que en muchos barrios el izakaya es un centro comunitario con todo y su elenco de personajes y una narrativa puesta en marcha. Como en Cheers, aquella sitcom cuya médula era un bar, el Cheers, “where everybody knows your name”: donde todos saben cómo te llamas.

Ahora sí: una operación izakaya. Primero que nada: elegir una sede. En este experimento: Kaito Izakaya, un local relativamente nuevo en la parte más bonita de colonia del Valle (Pilares y su parque). Segundo que nada: prepararse para beber. Terminar los pendientes del día, dejar el coche lejos del alcance de la mano. Y ahora sí:

1. Comenzar con sake. El sake es una de las razones de ser de un izakaya, tal vez la principal. En Kaito se puede inaugurar la noche o la tarde con el de la casa –un sake pizpireto, vacilador, de fácil paso por la garganta–, el único que se sirve por copeo aquí. Lubricación necesaria.

2. Arrancar en crudo. Como suele suceder en asuntos japoneses, el pescado crudo es una figura preponderante en un izakaya. Abre el apetito con su amabilidad, su facilidad de palabra, su don de gentes. En Kaito es buena idea optar por un rollo spicy; protagonista: atún crudo; actores secundarios: aguacate, pepino, cebollín, masago y mayonesa (tantito) picante. Para comida como esta se inventó el sake. Y para emborracharse también.

3. Encender el fuego. Subirle la temperatura a la brasa o a la plancha, traer a los luchadores de peso medio a la barra. El burrito/sushi de kakuni en Kaito puede poner el músculo: piel de salmón asada y carne de marrano con sichimi (chile más o menos piquín), nabo, aguacate. Como tortilla envoltorio: una gran hoja de col.

4. Escalar el Monte Sake. Ya con el corazón y el cerebro entibiados, se puede pasar a sakear una botella. En Kaito hay el rango casi completo. Ascender en complejidad a, por ejemplo, una botella de un sake junmai daiginjo (50 por ciento de arroz pulido) es un acto valiente, samurái.

5. Vénganos tu grasa. El alimento frito es la gran esponja del alcohol. Y la mera especialidad de Kaito. Hay flores de calabaza fritas, casi dulces; hay un jurelito empanizado con todo y cabeza servido con una salsa tártara pegajosa, adictiva; y hay, benditos sean los dioses del sintoísmo, pollo frito, cuya marinada de mirin, sake y soya jala los cachetes hacia adentro apenas al contacto de la lengua. Si por nada más, vengan a Kaito por pollo frito.

6. El último veneno. La botella se acabó, pero no la sed. Que sea un coctel; que sea un Godzilla (sake, gin, jarabe de wasabi, té limón) o que sea un Hattori Hanzo (sake, St Germain, jengibre, té limón. Beban, que es el único camino hacia el olvido verdadero.

Kaito Izakaya. Pestalozzi 1238, del Valle. Precios. La última vez que estuve ahí pedimos un burrito de kakuni, unas flores crujientes, un jurel frito, dos copas de sake, un Godzilla y un Hattori Hanzo. Operación izakaya inspirada en Rice Noodle Fish de Matt Goulding. Pagamos 892 pesos ya con el 15 de propina.

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