Aguántenme tantito: voy a algo. Toda historia es solamente una historia, una relación de hechos más o menos probables, si no se abre hacia algo más. No hay río que no desemboque en un mar o en un lago o que no sea afluente de otro río. Pensemos en una historia cualquiera, como la historia del auge y caída del Imperio Romano o mejor aún: como la historia del taco al pastor. Esa historia puede leerse como una colección de fechas aproximadas y hechos: las primeras fogatas para cocinar que se tienen registradas hace 40 mil años, los primeros rostizados verticales de Micenas u otro lugar que fuera el centro del mundo hace cuatro mil años, el triple desarrollo del gyros en Grecia, la shawarma y el döner kebab en el imperio otomano, el fotografía más antigua conocida de un maestro dönerci (de pie como un soldado junto a su trompo, 1855), las migraciones libanesas a México en la segunda mitad del siglo XIX, la fundación de tres taquerías en Puebla: Bagdad, La Oriental y Tony hacia 1930, la sustitución de la carne de cordero por la del puerco, la migración de esos tacos a la ciudad de México, el agregado de adobo picante, la sustitución de la pita por la tortilla de maíz, la fundación de El Huequito en 1959, el agregado de piña, la fundación de El Tizoncito en 1966, la llegada del Ayatole a la Tabacalera en los setenta…

He aquí una forma de saber si un plato es importante: ese plato es cinético. Está en movimiento. Su historia es más que una lista de hechos y fechas. La shawarma/taco al pastor es un plato así. Hay fuerzas interactuando en cada plato como éste. El plato atrae –la shawarma atrae la imaginación del cocinero mexicano, que decide con toda naturalidad transformarla– pero es atraído a su vez –el cocinero poblano no quiere dejarlo ir, se aferra a él–. Hay un tiro gravitacional hacia adentro y a su vez un empuje hacia fuera. En cada plato como la shawarma/taco al pastor están las mutaciones propiciadas por la geografía y el capricho de cada cocinero individual; la fuerza de la costumbre y el azar; la pereza y el espíritu de cambio; la conformidad; la inconformidad. La fiesta del mestizaje.

Cenar en El Hayito, colonia Narvarte, es como colocarse en el centro de ese sistema de signos cambiantes. Es una mirada vertiginosa a la historia de la shawarma y el taco al pastor. Su carta puede verse como esas ilustraciones donde un primate se pone en pie, se transforma en un australopitecus, en un erectus, en un sapiens, en un sapiens sapiens. Hay un casi prototaco árabe (la pita es parte harina, parte aire, parte tizne), hay un taco árabe en proceso de transformación (servido en tortilla de harina), hay un prototaco al pastor, llamado aquí ‘oriental’, ya servido en tortilla de maíz. El Hayito es vertiginoso porque el movimiento se puede sentir en las manos: uno sabe que su ‘taco oriental’ tiende a taco al pastor, que hay fuerzas luchando porque se convierta en taco al pastor, se resiste pero cada mordida lo acerca más; a su alrededor las cosas han cambiado –se sirven cebollitas asadas con maggi, cosa ya de la segunda mitad del siglo XX– pero él aún no da el siguiente paso evolutivo, no se convierte en taco sapiens sapiens; está tenso, tensísimo, resistiendo la gravedad y el empuje. Es un taco giratorio. No es un taco de museo, pero es un taco histórico. La próxima vez que estén en El Hayito piensen en eso unos segundos antes de hincarle la mordida.

El Hayito. Vértiz esquina Universidad, Narvarte; T. 7095 9727. Precios. La última vez que estuve ahí pedí un taco árabe con queso, un tabule, un jocoque, unas cebollitas, un agua de jamaica y una michelada; pagué 195 pesos ya con el 15 de propina.

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