Esta es la comida del trabajador. Esta es la comida del oficinista. Yo sé que hay una especie de ley: en la ciudad de México no se habla del trabajador o del oficinista a menos que sea para burlarse o para recalcarle violentamente su condición; no se habla a menos que sea uno trabajador también o sea uno de esos santos de twitter siempre con el nombre de la causa en la punta de los dedos. Yo no soy ni uno ni otro. Pero, aguántenme, esta es la comida del trabajador.

Es abundante. En Sushi-Maki, un puesto blanco semifijo sobre Chimalpopoca, colonia Obrera, hay un katsu de pollo llenador, expansivamente llenador. Katsu: una pechuga de pollo aplanada; no, mejor dicho: una hoja delgadísima de pechuga de pollo empanizada y frita (en este caso) que envuelve como un tamal enorme o como un edredón una mezcla no homogénea sino en capas de queso crema y trocitos minúsculos de champiñones y zanahorias. Debajo del katsu, una montaña de arroz frito con huevo y vegetales, donde montaña no es una hipérbole ni es un montón ni un cerro ni una colina sino una montaña hecha de arroz y cubitos tamaño grano de arroz de calabacín y zanahoria y cebolla y champiñón. (Le dicen yakimeshi a este arroz, a mí me recuerda a un arroz a la mexicana sin jitomate.)

Es sabia esta cocina: proteínas animales al mínimo aceptable; vegetales y carbohidratos al máximo aceptable. Al lado, todo el umami (salsa de soya, salsa de soya con chiles serranos picados), toda la dulzura (cátsup), todo la untuosidad (mayonesa pintada de naranja, tal vez con chipotles) que necesita una comida como esta, a media cuadra del instituto de oftalmología, a una del hospital homeopático, a dos de la junta de conciliación, a tres del principio de los juzgados. Como en el trabajador, en Sushi-Maki confluyen el hambre, la prisa, la emergencia y la eterna crisis económica.

Hay algo heroico pero discreto en esta comida. En Sushi-Maki, Santos está a cargo del wok y la freidora y Eleuterio a cargo del tapetito de sushi y del cuchillo. Se mueven maquinalmente, imparablemente; una gota de sudor baja por la sien de Santos mientras avienta su wok de abajo arriba al frente; Eleuterio aplasta arroz, lo envuelve, lo enrolla, le da forma, lo corta. Interminablemente; ocho horas de pie en dos metros cuadrados de calor. Eleuterio dreams of sushi. “Haga su pedido con anticipación.” No hay atajos aquí. Vuelan los vegetales y el arroz, saltan del wok, parecen detenerse en el aire, vuelven al wok: una vez y otra y otra. Ahora que lo pienso: no puede haber un heroísmo indiscreto. En cuanto el héroe grita su heroísmo el heroísmo se disuelve. Así son Santos y Eleuterio: ni siquiera levantan la vista del wok y la tabla de cortar. (Mi ridícula presencia no podría serles más indiferente.) Jesús y la virgen y un pequeño ramo de flores están pegados a la pared, vigilando el trabajo de todos los días.

Esta cocina no es transversal, no es unánime. Este yakimeshi, este katsu de pollo, este témpura de plátano no atraviesan las clases sociales como un taco o una torta. Son exclusivos. No son para todos o mejor: no todos los quieren para sí. No corren el riesgo de entrar al mainstream o a la agenda de la Secretaría de Turismo y su veleidoso programa Ven a Comer. (Por suerte. Siempre encontraré lugar en un banco de plástico sobre la banqueta frente a Sushi-Maki.)

Los justos: un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire. El que agradece que en la tierra haya música. El que descubre con placer una etimología. El becario que compone bien esta página, que tal vez no le agrada. El que acaricia a un animal dormido. El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. Dos empleados que en un puesto de la Obrera montan un silencioso yakimeshi. El que prefiere que los otros tengan razón. Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

Sushi-Maki. Chimalpopoca a 50 metros de Bolívar, Obrera; T 553803 4863. Precios. La última vez que estuve ahí pedí un katsu de pollo, un yakimeshi de verduras y una coca. Pagué 80 pesos ya con el 15 de propina.

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