Alguna vez Paco Taibo I dijo en su columna Esquina bajan, publicada en El Universal, que este puchero era una “unión de circunstancias”. Algo tiene de cierto, pues la fabada nos relata un viaje que comenzó en época de la Conquista cuando los españoles regresaron al Viejo Mundo cargados de semillas. La milpa viajó con estos aventureros quienes experimentaron germinando maíz, chile, jitomate y frijol, productos que con el tiempo se adaptaron y evolucionaron a nuevos sabores, integrándose a la gastronomía e identidad no sólo española, sino de Europa. ¿Qué sería de España sin piquillos, sin talo, sin gazpacho o pan tomate? Seguramente no sería aquella que hemos saboreado por generaciones dentro y fuera del país.

Se trata de una adaptación

La fabada se trata de un entendimiento entre culturas, una comunión interesante en donde participan la vaca junto con el cerdo (lo español) y el frijol (mesoamericano) que, al paso de los años, abandonó su piel morena por una rubia de carne mantequillosa. Trozos generosos de morcilla, tocino, chorizo y jamón ibérico son acentuados con esta legumbre que le da untuosidad y cuerpo al puchero. De acuerdo al historiador Miguel González Pereda, la faba es el resultado de una evolución del frijol. En el Viejo Continente se tiene a la familia de las fabáceas (Phaseolus Vulgaris) siendo la variedad Granja Asturiana propia de este manjar.

González Pereda cuenta que mucho antes de la Conquista se tenía a la Vicia Faba pero no tenía uso culinario y que además hubo una semilla que hizo el viaje a la inversa; la Vigna unguiculata, de menor tamaño y redondeada con manchas negras simulando un antifaz fue el obsequio europeo (que tal vez entró por África occidental o Asia en su momento) para América y que hoy en día conocemos como poroto. Aunque en otro tiempo se aprovechaban las habas y los chícharos, ésta especie de leguminosa se hacía a un lado. Esta semilla comenzó a retomar fuerza cuando en Europa se conoció el frijol y el uso que se le daba en Tenochtitlán dentro de numerosas preparaciones de caldos y guisados.

El historiador también relata que este caldo de cazuela es producto “del ingenio y del hambre; la faba se convirtió en comida habitual, gracias a su gran capacidad de absorción e impregnación de sabores, admitía cualquier acompañamiento. Las carnes, principalmente la de cerdo, muy abundante en Asturias, irían haciendo el resto. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, ya existen documentos y recetas con pequeñas variante s,”afirma el también etnógrafo español.

Este es un plato insignia de los asturianos al cual el escritor Taibo I hace un paralelismo con el cassoulet francés en su obra titulada Elogio a la fabada, en el cual el puchero francés es “fiesta de fuegos artificiales mientras que la fabada es una profesión de fe y de verdad, un bisonte pintado en una roca." También afirma que dicho plato de faba y fiambres es la “llave que junto a un vaso de sidra y postre de nueces abren los cielos gastronómicos, que conducen a la satisfacción y a la siesta de media tarde después de comer.”

Deliciosos paralelismos

Como ya se dijo, el cassoulete es similar a la fabada y su historia es un poco más longeva. Es un plato estrella del sur francés -de Toulousse- y aunque hay diversas recetas, todas apuntan a llevar ingredientes básicos: alubias, salchicha regional, carne de cerdo, ajo, cebolla, pato, hierbas de olor, clavo, sal y pimienta. Otra coincidencia que podemos encontrar es a la feijoada propia de Portugal y Brasil, que a medianos de 1500 era preparado por los esclavos africanos. Se conforma por frijoles negros, trozos de carne de cerdo, arroz, rodajas de naranja y harina de mandioca (farofa) y se acostumbra comerse en fin se semana.

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