¿Dónde anda ISIS estos días? ¿Desapareció? ¿Y qué ha sido de Al Qaeda? ¿Todavía existe? Quizás para cualquier persona conectada con noticias en Occidente esas preguntas tienen sentido porque la verdad es que “ya no se ha oído mucho” de esas organizaciones. Esa afirmación no es falsa. “No se ha oído mucho” quiere decir, en términos simples, que, si las grandes capitales y ciudades europeas o estadounidenses no son blancos de ataques terroristas, entonces los atentados que sí suceden, normalmente no son cubiertos o, cuando sí lo son, reciben espacios menores en diarios y noticieros. Más aún, si nos basamos en las grandes tendencias reflejadas por gráficas y cifras, podríamos decir que el mundo vive tiempos considerablemente pacíficos, cuando los comparamos con décadas y siglos previos. Esto es respaldado por datos como el “bajo” número de muertes por conflictos armados, si estas muertes son contrastadas con las del siglo XX o el siglo XIX, por poner un ejemplo. Sin embargo, esa información (que es real) puede ser malinterpretada si se asume que el promedio de lo que ocurre en el globo retrata al todo. Porque, así como existe una desigual distribución de la riqueza y la pobreza, de la educación, la salud o la tecnología, nuestro planeta padece una muy desigual distribución de la paz, la violencia y sus manifestaciones como el terrorismo.No, ni ISIS ni Al Qaeda han desaparecido. Efectivamente, ambas organizaciones han sufrido importantes reveses, pero su gran actividad en decenas de países indica que el fenómeno está lejos de terminar. Ocasionalmente ocurrirá, en efecto, uno que otro atentado en alguna ciudad europea. Pero el hecho de que ello no suceda no ocluye lo esencial: primero, estas organizaciones nunca son eficazmente eliminadas a través de la vía militar, y segundo, su principal fuente de crecimiento son esos conflictos armados que sí existen, aunque no siempre nos enteremos de ellos.

Pensemos en ISIS, por ejemplo. Solo en entre junio y julio (que aún no termina) se contabilizan 57 atentados perpetrados por esta organización, la mayor parte en Siria, Irak y Afganistán, justamente en esos sitios en donde más ferozmente ha sido combatida por la coalición internacional liderada por EEUU, aunque también estamos viendo su actividad expandirse de manera directa e indirecta en muchos otros países, desde el Congo hasta Indonesia, o como vimos recientemente, Sri Lanka. De su lado, Al Shabab, la filial somalí de Al Qaeda, cometió un atentado que causó 26 muertes hace pocos días. A inicios de este mes, los talibanes cometieron otro atentado que causó 40 muertes en Kabul. El 28 de junio, Tahrir al Sham, la filial siria de Al Qaeda cometió un ataque que causó 51 muertes. No estamos hablando de hace dos años o el año pasado. Estamos hablando de hace unos días. Para las personas que sufren esa clase de violencia, las gráficas y los grandes datos que reflejan los tiempos de paz que vive el planeta, son irrelevantes.

También lo son para países como el nuestro, sin irnos tan lejos. Es verdad que las caras que adopta la violencia en nuestro territorio podrán ser distintas que en Irak, Afganistán, Siria o Somalia. Sin embargo, a nadie queda duda de que estamos viviendo los tiempos más violentos de las últimas décadas. De hecho, las redes y conexiones que hoy existen entre organizaciones terroristas y organizaciones criminales son cada vez mayores, convirtiendo a esos fenómenos en una especie de simbiosis en la que unos adoptan características de los otros y viceversa. Por circunstancias como esas, o por conflictos armados que persisten, aunque no estén en los medios, millones de personas tienen que huir de sus hogares en busca de otros entornos. Lo mismo en Siria que en Honduras, Lo mismo en Afganistán que en Sudán o Guatemala. Para esas personas, para esas madres que se ven obligadas a tocar puertas que no se abren, o rogar a guardias nacionales que les permitan el paso, no valen las gráficas o los datos que hablan de los “mejores” tiempos de la humanidad.

Esta desigualdad de paz, entonces, no solo se manifiesta a través de la migración y el refugio, sino a través de una brecha en las conciencias: lo que no vivimos o lo que no nos cuentan nuestros medios o nuestras redes, no existe. Y cuando los 57 atentados de junio y julio desaparecen de nuestro radar o cuando, tras estudiar las grandes tendencias o las gráficas, algunos concluyen que el planeta nunca había experimentado el bienestar y la paz como hoy, es justo el punto en el en que corremos el riesgo de perder la empatía, y asumir que lo que sea que estemos haciendo en el mundo está bien, porque gracias a ello estamos mejor. Eso es lo que dicen los datos, ¿no?

Mirar otro lado de la moneda, en cambio, implica el trago amargo de entender (1) que todos somos parte de un mismo sistema; lo que sucede en México, en Honduras, en Siria o Afganistán, tiene lazos de interconexión que no siempre son tan claros o evidentes pero que ahí están; (2) que la desigual distribución de la violencia y el terrorismo es justamente una parte de la enfermedad ese sistema; (3) que las disrupciones violentas también encuentran frecuentemente canales de salida a través de países considerados tradicionalmente pacíficos; (4) que la falta de interés acerca de esa desigual distribución de la violencia—ya sea porque los grandes medios no la cubren, o porque nos parece lejana, del mismo modo que a otros les parece lejana la violencia que tiene lugar en países como el nuestro—no hace otra cosa que contribuir a perpetuarla; y por tanto (5) que encontrar soluciones integrales y de raíz para resolver los conflictos armados, disminuir el terrorismo o combatir a las redes criminales, operen donde operen, son responsabilidades que compartimos todas las partes de ese sistema descompuesto.

Twitter: @maurimm

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