Resulta paradójico el hecho de que 1968, año de la movilización estudiantil y popular autónoma de mayor envergadura que nuestro país ha vivido después de la Revolución, coincidió con uno de los puntos de más alto nivel salarial relativo en México. Dicho de pasada, ello indica que las motivaciones económicas inmediatas no producen por default protestas políticas, como una cuestión de acción-reacción predeterminada y predecible. Las protestas políticas tienden a asociarse a asuntos que lastiman la dignidad personal y social, y sus vasos comunicantes pueden ser internacionales, como en el caso del año que nos ocupa. La paradoja de 68, también, nos indica que si bien las clases trabajadoras mexicanas pudieron ser simpatizantes silenciosas del movimiento estudiantil popular, en general éstas permanecieron al margen, como espectadoras, un poco divididas y en el fondo ajenas a los temas centrales de la protesta de estudiantes y clases medias urbanas, a diferencia del mayo francés, por ejemplo. La defensa de la libertad de expresión, de prensa, de pensamiento, y más adelante, la denuncia de la brutal represión en Tlatelolco, fueron un tema secundario para los obreros. México vivía entonces un panorama favorable para el empleo y las expectativas de crecimiento salarial. No en balde, el salario medio industrial se había duplicado, entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y 1968. Ubicado en la cima de su poder, el charrismo sindical presumía su control, basado en la fórmula de sumisión política a cambio de aumentos salariales regulares. Ello permitió al eterno líder de la CTM, Fidel Velázquez, pronunciar sus declaraciones en favor del presidente Díaz Ordaz después del 2 de octubre, en nombre del movimiento obrero.

Cincuenta años después, el panorama laboral que vivimos es el opuesto, tanto en el terreno del mercado de trabajo, caracterizado por la ausencia de oportunidades ocupacionales suficientes y dignas a todos los niveles, incluidos los empleos de calificación relativamente alta, como por el piso salarial forzadamente bajo. Decimos forzadamente, tanto por efecto de la debilidad del propio mercado -la sobreoferta de mano de obra propia de los países atrasados-, como por la desintegración del sindicalismo de todo tipo, así como por el carácter antiobrero de la política de los gobiernos del TLC, orientados al crecimiento basado en las exportaciones, cuyo complemento natural consiste en deprimir el costo salarial como arma competitiva . Así, una de las piezas clave de la estrategia antiobrera fue el control férreo del salario mínimo, verdadera ancla para toda la estructura salarial desde los años de la crisis de la deuda externa y los programas de estabilización del FMI. La Comisión Nacional de los Salarios Mínimos llegó a ser supervisada por organismos financieros internacionales. La debacle salarial comenzó en aquellos años, pero sus efectos se congelaron hasta hoy, con la excepción de pequeños segmentos del espectro salarial ligados a las antiguas empresas estatales (y sus sistemas de jubilación privilegiados, por ejemplo), a la élite del sector financiero o a la casta dorada del poder judicial, con la joya de la corona representada por los impúdicos ingresos y condiciones laborales de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Para la inmensa mayoría de los trabajadores de a pie, más de tres décadas de vacas flacas. ¿Será por fin la época de cambiar el sentido del ciclo salarial de largo plazo? ¿Volver a un nuevo 68?

La novedad, por supuesto, es el impulso popular que ha llevado al hasta hace muy poco despreciado “líder populista” en los medios de comunicación, Andrés Manuel López Obrador, “el fantasma de Venezuela”, a su inminente toma de posesión como nuevo presidente de México. Un verdadero terremoto electoral. Pero, ¿cuál será la política laboral y salarial del nuevo gobierno? ¿La tiene? Desafortunadamente, contamos solamente con pocas pistas y algunas conjeturas. Ello se basa en otra paradoja. Por un lado, es evidente que el triunfo de AMLO se asentó en buena medida en el voto de millones de trabajadores asalariados a favor suyo, pero por otro lado Morena no es un partido de trabajadores urbanos, con una estructura asociada a sindicatos o círculos de obreros. El Movimiento de Regeneración Nacional se construyó alrededor de un proyecto político-electoral, asociado a una mezcla variopinta de sectores vinculados a organizaciones de colonias populares, de comerciantes, de clases medias depauperadas; así como de organizaciones campesinas e indígenas, todos víctimas de la política de modernización excluyente que inauguró el Salinismo: ¡Muera el Estado obeso!, ¡Viva la competencia!, ¡Viva la propiedad!, y un implícito ¡Viva la corrupción! El grito de guerra de Morena: ¡Muera la corrupción!, por tanto, convocó a millones. La coalición probó ser eficaz, pero en ella el segmento de trabajadores asalariados como tales se diluye en la palabra pueblo . A diferencia de partidos como el PT brasileño, con un núcleo obrero organizado en su centro, Morena no es un partido de la clase trabajadora, repetimos, sino más bien un movimiento pluriclasista, con perfil nacionalista y acaso también “de raza”, indígena y mestizo. Muchos de sus militantes hicieron carrera política en otros partidos. Claro está, con sus propias contradicciones, como muestra la sorprendente boda de César Yáñez (el colaborador cercano de AMLO), en Puebla. Una boda tan cercana en forma y fondo a las de los “fifis” y “mirreyes”, ¡antes de tomar posesión!, acaso ameritaría plantear su separación del proyecto.

En suma, Morena carece de una política laboral y salarial desarrollada (no lo requería para ganar las elecciones), pero la alianza y soporte de la clase trabajadora al nuevo gobierno, la exige. En cuanto a pistas y conjeturas, se desprende que su orientación puede favorecer un despegue de la organización sindical independiente, y una posible mejora de la negociación salarial a favor de los trabajadores. No tenemos espacio para desarrollar aquí los contenidos. Vamos apenas a enunciar tres ideas: Primera: se precisa de una política salarial progresiva. No repentina, ni fugaz, pero firme, asentada en una recuperación progresiva del mercado interno (que permita que el incremento de la demanda de consumo de bienes salario eleve el empleo local, y no sólo el extranjero, asociado a las mercancías importadas). Acaso el primer paso en esta política sea revertir la orientación sobre el salario mínimo como ancla, al de un salario como vela. La CONASAMI no tiene por qué desaparecer (como se ha sugerido), sino transformarse en una institución orientada a recuperar el texto constitucional, a procurar el bienestar de las familias trabajadoras, como sucedió en el Cardenismo, cuya herencia ha reclamado Morena. El tripartismo no es por naturaleza proliberal, ello depende de la fuerza relativa y orientación de los integrantes, especialmente del árbitro estatal. Segundo: Procurar una defensa efectiva de la contratación colectiva (como sostiene el recién firmado convenio 98 de la OIT en el nuevo Senado), lo que supone combatir el llamado outsourcing , que debilita extraordinariamente el lado obrero del mercado laboral. Tercero, y complementario a los otros dos: una política que favorezca la emergencia de representaciones sindicales autónomas, contra la gerontocracia y gangsterismo sindical. El panorama político social cambiaría. Las huelgas dejarían de ser reliquia del pasado o tratarse como actos antipatrióticos. Serían la expresión pactada para hacer valer el derecho de los trabajadores a una vida digna. Para volver a otro 68.

Profesor Investigador de la UAM Xochimilco. Historiador y economista.


 

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