El tercer debate presidencial fue presentado como oportunidad peregrina para cambiar las tendencias a veinte días de la jornada electoral. ¿Esperanzados?, Meade y Anaya siguieron “estrategias” para intentar lo no logrado en meses: acercarse, desde lejanos segundo y tercer lugares, a Andrés Manuel López Obrador. Propuestas retóricas y ataques desesperados. Meade intentó “contrastarse” como funcionario “ejemplar” contra un supuesto mal gobierno de AMLO en la Ciudad de México, incontrastable. Autoerigido “decente”, fue quien más atacó y menos propuso, con soberbia tecnocrática, una especie de “inspiración, de poder superior basado en el prestigio de una supuesta posesión del conocimiento y el saber, por encima de la política” (Jean Meynaud, La Technocratie), aunque la tragedia nacional sea el resultado del modelo impuesto por esa tecnocracia. Meade es corresponsable, independientemente de sus explicaciones técnicas, intentando autoacreditarse. Soberbio, defendió el gasolinazo y las fracasadas reformas de Peña, con propuestas continuistas del modelo que ha destruido a la nación y el pueblo repudia. Anaya inició, violando las normas, victimizándose ante la “persecución” de Peña Nieto, justificándolo en supuesto acuerdo Peña-AMLO. Respondió cada pregunta oficial, atropelladamente como propuesta “vanguardista”, para injertar siempre un ataque pervertido, como la foto del debate de 2012, falsa prueba del acuerdo AMLO-Peña. Anaya, provocador, con propuestas contradictorias, negando políticas por él aprobadas, sin escapar de su línea neoliberal.

López Obrador se mostró honesto, directo, contundente, simpático, abocado a los grandes problemas estructurales nacionales: acabar con la corrupción, romper la connivencia del poder político con el poder económico que deviene en oligárquico. Recordó que en los países con menos corrupción, hay menos pobreza y desigualdad. La austeridad gubernamental dotará de fondos para la abandonada política social: jóvenes, adultos mayores, hospitales con medicinas, sin más impuestos. Aumentar salarios, apostar al campo e industria nacionales como motor del mercado interno, del desarrollo económico y la equidad, sin necesaria dependencia del TLC. Todo para combatir la inseguridad y construir la paz social. Ante preguntas sobre las reformas de Peña, dijo: revisará que los contratos de la reforma energética no sean “leoninos”; propondrá al Congreso cancelar los aspectos represores contra los maestros de la llamada reforma educativa, conciliando con padres y maestros, manteniendo la evaluación con capacitación previa real. Ante el ataque central de Meade, AMLO respondió, sin caer en la tramposa numerología, que la evaluación de su gobierno es la ventaja de Morena tres a uno en la Ciudad de México. Al ataque de Anaya, AMLO lo exhibió como cómplice de Peña en el regresivo Pacto por México. Pero le garantizó que ni a él lo meterá a la cárcel, congruente con su intención de lograr la conciliación nacional.

El debate confirmó lo que cada candidato representa. Meade, Anaya, con lenguaje clasista, elitista, ajeno a la realidad popular nacional; de ahí su incomunicación. Visiones de una falsa democracia, restringida a los estratos superiores, contraria a la verdadera democracia atenta a todos los sectores. Desesperados por impedir la llegada de un Presidente con apoyo popular inusitado. De ahí su conducta psicótica incipiente (“cuando más notoria sea la consciencia de la derrota, más se ensanchan los márgenes de la angustia”). Ejemplo: la declaración, el día previo al debate, del asesor de Anaya y broker del PRIAN, Fernández de Cevallos: “no se puede entregar el país a un iluminado, si esto es pactar con el PRI o el gobierno para que no llegue AMLO, habrá que hacerlo”; acusó un falso pacto entre AMLO y Peña. Psicosis producto del inminente triunfo democrático de AMLO, clara antidemocracia expresión de la plutocracia, que coloca sus interese por encima de la voluntad popular. El debate fue el canto del cisne.

Senador de la República

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