El memorándum presidencial del pasado 16 de abril en el que el primer mandatario mexicano instruye a tres secretarios de Estado (Segob, SEP y SHCP) dejar sin efecto cualquier medida que derive de la reforma educativa del 2013, parecería romper el juramento que hiciese en su toma de posesión de guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanan.

La instrucción es explícita y no deja lugar a dudas. Para el presidente y sus seguidores, quienes han criticado la medida no son sino abogados formalistas, acartonados y anacrónicos. Según Martí Batres, sólo si la Suprema Corte lo determina, hay incumplimiento constitucional. En otras palabras, no obstante contar con el cadáver y el asesino confeso, sólo será homicidio si lo determina el juez. Para Pablo Gómez la racionalidad es política y no jurídica, y así debe entenderse. Está peor. Y para el presidente la justicia está por encima de la legalidad. El Olimpo tiene sus propias reglas.

El problema de los tres argumentos es que contravienen la máxima que regula y obliga a todos los mexicanos: la ley escrita. Los juicios se ganan o se pierden a partir de las leyes escritas. En nuestro sistema político y judicial, ningún funcionario, en ningún ámbito, tiene atribuciones para impartir justicia al margen de la ley. Nadie cuenta con atribuciones metaconstitucionales, ni el presidente. Ni siquiera los jueces inventan la justicia: su tarea es juzgar a partir de leyes.

Si el presidente puede actuar por encima de la ley ¿qué impide a otros mexicanos seguir su ejemplo? Si la justicia subjetiva está por encima de la ley, ¿puedo incumplir mis obligaciones fiscales si considero que el gobierno es injusto en el uso de los recursos? ¿puedo ignorar un acto de autoridad basado en la ley si considero que he sido tratado injustamente? Las leyes, imperfectas como todo quehacer humano, son acuerdos convencionales que al momento de aprobarse aplican a todos por igual. Desde la cúspide hasta el basamento.

Si tomamos el tema de la corrupción, la principal bandera de campaña del actual presidente, ésta existe por el incumplimiento de leyes y reglamentos por parte de actores públicos y privados. Por ello se creó una fiscalía anticorrupción cuyo avance institucional se percibe lento, a pesar de ser el tema número uno en el discurso del actual presidente. Y es una tarea sofisticada que implica el armado de carpetas de investigación sustentadas en argumentos y procedimientos legales. Nadie puede ser juzgado por sus creencias y códigos morales. Se juzgan los hechos y acciones que contravienen las leyes. La campaña electoral quedó atrás. Ahora se trata de hechos de gobierno. De resultados a promesas de campaña, donde la subjetividad y las emociones deben dejarse de lado.

Los jueces no juzgan la ética o moralidad de los individuos sino sus acciones al margen de la ley. El estado no es responsable de la moralidad o las creencias individuales sino de mantener y preservar el estado de derecho. Esa es su obligación y hasta ahí llegan sus atribuciones.

Que el presidente tenga o no razón para pasar por encima de la ley entra en el terreno de las subjetividades. Algunos lo disculpan en el marco de la política: es necesario para la 4T. Pero si su actuación no tiene sustento jurídico, cualquier acción en este marco estará por fuera de sus atribuciones como jefe de Estado y, dada su investidura, sus acciones incidirán en la degradación del poder del estado y del gobierno, la mejor simiente del desorden y el caos.


Consultor en temas de seguridad y política exterior.
lherrera@ coppan.com

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