Mi índice favorito es el de Confianza del Consumidor que periódicamente publica el Inegi. El más reciente indica que el ánimo nacional mejora notablemente. El subíndice que estima la forma en que se percibe la economía en los próximos 12 meses aumenta casi un 10%. Lo que en otras palabras significa que los ciudadanos consideran que hay un ambiente favorable para el despegue económico del país. Es muy probable que esta atmósfera de optimismo se deba a la perspectiva de un cambio de gobierno. Un amplio sector de la opinión pública ha comprado el argumento de que México está en una grave crisis y, por consiguiente, lo único que cabe es ir mejorando.

Ahora bien, los datos más recientes de la economía no demuestran que estemos cerca del colapso, pues el consumo sigue creciendo y la inflación se ha reducido, pero las percepciones ejercen un imperio muy poderoso que es muy difícil cambiar en el corto plazo. El sesgo implícito de quienes ven a la economía en el agujero, impide considerar el deterioro de la situación actual como un escenario probable. Está en el haber de López Obrador la modificación de este estado de ánimo y esa inyección de optimismo que su candidatura plantea para algunos sectores. El conjunto de indicadores sobre la marcha de la economía ha ayudado a reforzar, de manera decisiva, esta idea de que vienen nuevos tiempos que restaurarán sabrá Dios qué armonía primigenia y casi ninguno de ellos detecta una borrasca acercándose. Con enorme prudencia, algunos observadores de la vida pública se han preguntado sobre el perfil idóneo que debería tener el secretario de Hacienda de un gobierno de izquierda. Con la revelación del nombre podríamos despejar la incógnita sobre el rumbo que en el arranque del gobierno podría seguir la administración morenista, ya que, hasta ahora, ha dado información en todos los sentidos posibles que van desde la cancelación de la reforma energética hasta su mantenimiento. El sol puede salir por el oriente o por el poniente. El candidato tiene discursos para todas las posturas posibles, pero ya en el gobierno, tendrá que tomar decisiones que a su vez tendrán impacto en los indicadores de la economía. La ambigüedad es propia de las campañas; en la silla presidencial rara vez (los titulares) eligen entre lo bueno y lo malo, casi siempre les toca decidir entre lo malo y lo menos malo. Por tanto, la popularidad que se gana en campaña suele triturarla la realidad de los números. No adelantemos vísperas, pero lo que sí podemos predecir (y me sorprende que no se pondere) es un otoño sombrío en materia comercial.

Los aranceles sobre automóviles vienen como guillotina sobre el cuello de la economía mexicana y si Trump mantiene su línea no hay ninguna razón para imaginar que éstos no tendrán un efecto devastador en las inversiones productivas asentadas en México. Es también muy probable que más allá de las disputas ideológicas que puedan darse por la ambigüedad del discurso obradorista, al próximo presidente le tocará lidiar con una crisis de incertidumbre, producto de la muy segura cancelación del TLCAN. Y ahí no es cuestión de apellidarse Levi, Ortiz, Urzúa o Esquivel, el impacto puede ser demoledor y, por tanto, una oportunidad para repensar el famoso modelo económico. Si la presión externa reduce el espacio para la reproducción del modelo exportador, un nuevo gobierno con orientación ideológica diferente a los que hemos tenido desde 1994, tendrá que reinventar todo. En este escenario puedo imaginar muchas disposiciones del alma y un indudable interés intelectual y político, pero, por supuesto, no comparto el optimismo de mis compatriotas de que en un año la economía nacional estará mucho mejor que ahora. Ojalá me equivoque.

Analista político. @leonardocurzio

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