El ya presidente Andrés Manuel López Obrador, contra viento y marea, impone su estilo personal de gobernar, fungiendo como irremplazable maestro de ceremonias en cotidiano y tempranero coloquio público.

El presidente propone y dispone, califica y descalifica, licita y adjudica: Las cosas ya no son como antes, éstos son otros tiempos, el pueblo ya está cansado de tanta pinche tranza, y es que no tienen llenadera, ni el corrupto neoliberal, ni el retrógrado conservador. Los proyectos presidenciales ¡van porque van!: El aeropuerto en Santa Lucía, el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas, la Guardia Nacional, programas de asistencia social, abrogación de la Reforma Educativa, Programa de Zona Libre de la Frontera Norte, probable desaparición de estancias infantiles, entre otros propósitos. “Tengo resistencias hasta dentro del propio gobierno, pero cuando digo esto va, es porque va”.

Y vaya que han habido resistencias: por suspensión del NAIM, por despidos, por pérdidas en Afores, desabastos de gasolina, huachicoleo, bloqueo de vías férreas por la CNTE, incremento de violencia, huelgas en maquiladoras, crisis profunda en Pemex agravada por la descalificación de Fitch a la paraestatal, por la caótica situación financiera de la Comisión Federal de Electricidad, etcétera.

Cuanta resolución proviene del Ejecutivo, aun provocando incomodidades —filas por gasolina—, amplía su popularidad, la cual ya ronda en un insólito 80% de aceptación. En efecto, el contacto directo y franco de López Obrador con sus seguidores, cual justiciero redentor, igualmente hastiado de tanto abuso en contra de quienes menos tienen; el vengador resuelto a desterrar a los corruptos, el promotor de la esperanza, ha generado un categórico respaldo, inestimable capital político para lo que haga falta. Aun así, no es prudente agitar insistentemente el avispero, la confianza es veleidosa y la inversión ingrata.

Consideramos que la experiencia adquirida en la oposición debe ser aprovechada por el hoy gobierno para no incurrir precisamente en hechos similares a los que entonces tanto criticó. El anhelado cambio debe ser contundente y convincente, sin seguir haciendo como que se hace, sino hacer. Una genuina aspiración de todo individuo, aparte de ser y hacer, es tener justa recompensa por el esfuerzo profesional realizado. Particularmente ningún miembro del gabinete presidencial tendría motivo para ocultar bienes o falsear su declaración patrimonial, tratándose —como seguramente es— de haberes justificados. Toda sospecha o duda al respecto, otorga a la oposición motivos para argüir que el pregonado cambio ha sido para seguir igual.

El expriista hoy acomodado en la CFE, Manuel Bartlett, lanzó insostenibles imputaciones hacia un expresidente, exsecretarios de Estado y exdirectores de organismos oficiales, que posterior a sus encargos públicos establecieron vínculos con empresas privadas del sector energético. El presidente López Obrador secundó: “Práctica totalmente inmoral que funcionarios que terminan su desempeño en el sector público se pasen a trabajar a empresas que reciben contratos”. Se propondrá que ningún servidor público trabaje durante un mínimo de 10 años en empresas relacionadas con el cargo desempeñado. Pregunto: ¿Algún exfuncionario infringió la ley o la moral? O sea, ¿durante 10 años tendrán que dedicarse a lo que no saben hacer, percibiendo menos ingresos, alejados de su hábitat?

Igualmente se amaga con revisar contratos ya firmados por la CFE con empresas constructoras de gasoductos, por leoninos y perjudiciales al gobierno. Pregunto: ¿se quebrantó alguna ley? ¿se cancelarán contratos cubriendo penalizaciones, ahuyentando la inversión privada?

La presidentitis en torno a la figura de Andrés Manuel López Obrador es incuestionable. Es injustificado el discurso peyorativo denostando al conservadurismo y repudiando a los chapulines fifís. Basta de bandos, todos somos México.


Analista político

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