Es ya cotidianeidad hablar del presidente López Obrador y sus actuares. A diario se acumulan los decires de apoyos y rechazos. Más allá de los millones primigenios y las encuestas que quieren adivinar soportes o decrecimientos, unos niegan todo signo desalentador del proceso que miran imbatible y otros animan todo desvío suponiéndolo premonitorio. Nadie escapa a las conjeturas. Las líneas adquieren entidad. A fuerza de reiterarlas, pronto serán fronteras. Luego fortines. Cada cual, refugiándose en sus espacios y rodeándose de afines, deseará la derrota de quienes se van constituyendo en contrincantes. Pronto en adversarios.

Los ejemplos son la información misma a diario producida. Cosa de buscar lo deseado. Hay anaqueles de productos. Están creados, etiquetados y disponibles. La variedad permite preguntarnos si más allá de muros y atrincheramientos, de identificaciones igualitarias y desprecios diferenciadores, existen posibles ámbitos a compartir. Algo sobre lo que, si no todos, muchos pudiéramos concurrir. Algo, si no irreductible de una vez y para siempre, difícilmente rechazable.

La búsqueda evoca una estancia. Un espacio en el que muchos pudiéramos, figuradamente, estar. Hablar de estancias, sin embargo, convoca a su vez a una disputa presente, proveniente de entenderes diferenciados. Al de quienes suponen que lo público es corrupción, desperdicio y engaño; al de quienes asumen que lo público se significa en apoyos presupuestales y cumplimiento de obligaciones. Desde ese fondo, los primeros asumirán que los apoyos intermediados son indebidas desviaciones y los segundos, vehículos eminentes. Desde ahí, también, unos entenderán que las necesidades se resuelven con pagos y los otros con prestaciones.

Una estancia, en su modalidad infantil, es el lugar en el que madres y padres encargan a sus hijos mientras laboran. En donde esperan sean cuidados, alimentados, educados y guiados por personal capacitado. En donde convivan y socialicen como, luego, idealmente lo harán en la vida. Estar ahí cuesta. Deben pagarse instalaciones, alimentos, materiales y educadores. Los padres aportarán algo y el Estado algo más. Partiendo de sus beneficios, son buenos espacios sociales. De esos en los que pareciera que muchos tendríamos que estar de acuerdo. ¿En dónde radica su perversidad? Si sus estándares son bajos, increméntense con regulación y supervisión; si hay corrupción, aplíquense iguales mecanismos.

En este contexto, no entiendo la respuesta que la Secretaría del Bienestar dio a la recomendación emitida por la Comisión Nacional de Derechos Humanos a favor de las estancias infantiles. Lejos de generar un terreno de diálogo, la emprendió contra el órgano mismo. Luego, justificó la cancelación en la entrega directa de recursos a los padres que llevan a sus hijos a las estancias. Hoy, ahí donde no hay suspensiones o amparos, las madres y los padres tienen efectivo en su cartera. Hoy, pueden gastar ese dinero, en lo que les parezca. Hoy, tienen que contratar a alguien con pocas habilidades para que cuide a los hijos en el domicilio, sirva los alimentos y los entretenga como mejor pueda, sin la compañía de otros niños o apoyos. ¿De qué manera se está produciendo bienestar a los padres y a los niños con estas medidas sustitutivas? Los pagos en efectivo ayudarán a los padres a ampliar el consumo primario. De los niños, ya veremos quién se ocupa.

Pensar que los derechos humanos se satisfacen entregando dinero, es no entender su mecánica de satisfacción. Ello, porque los derechos sociales le imponen al Estado el otorgamiento de prestaciones como hospitales, medicamentos, guarderías, escuelas, libros, maestros, etc. Las prestaciones tienen que generarse por la administración pública (que no la burocracia) a partir de la recaudación. Así de simple. Un padre con dinero en la bolsa, por meritorio que sea el esfuerzo por dárselo, no curará la enfermedad de sus hijos. Tampoco les generará una estancia para que crezcan y se desarrollen.


Ministro en retiro. Miembro de El Colegio Nacional.
@JRCossio

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