El tiempo para reformas electorales se ha agotado. Soy un convencido de que a México le vendría bien que, por lo menos por lo que toca a la elección presidencial, tuviéramos establecida la segunda vuelta electoral. Sin embargo, ya no hay tiempo, ni tampoco posibilidades de construir una mayoría legislativa para sacar adelante una reforma constitucional que la estableciera. ¿Qué es lo que podemos hacer para tener condiciones mínimas de gobernabilidad democrática? Me parece que lo que queda es poner en práctica esa nueva figura jurídica, surgida de la reforma política de 2011-2012, que estableció en nuestra Constitución la posibilidad de formar un gobierno de coalición.

Es bien sabido que una de las características de la transición democrática en nuestro país es que se dio de manera gradual. Esto explica, en gran medida, la supervivencia de prácticas más propias del autoritarismo pasado. La democracia mexicana convive con resabios del antiguo régimen. A diferencia de otras transiciones también pacíficas, como por ejemplo el caso español, que concluyó con la aprobación de una constitución que sentó las bases del nuevo régimen democrático, la transición mexicana se concentró en las condiciones de acceso al poder, lo que trajo como consecuencia la apertura del sistema a múltiples opciones políticas. El arribo a la normalidad democrática trajo consigo la atomización del voto y una nueva distribución del poder político entre muchos actores. Nuestro sistema de partidos es, y seguramente así seguirá siendo por un buen tiempo, muy fragmentado. Esto no tendría nada de malo si a la hora de formar gobierno o definir políticas públicas, existieran incentivos para la cooperación interpartidista. En el caso mexicano, evidentemente, el poder es compartido y existen muchos incentivos para la no-cooperación. Se llega al extremo de apostar por el fracaso del proyecto de gobierno del adversario, pues ahí están cifradas las posibilidades propias de acceder al gobierno.

Me parece que el fin de la transición obliga a un siguiente paso: lograr pactos que versen sobre las bases para un ejercicio eficaz y responsable del poder que, como resultado de un proceso electoral, ha quedado compartido, y, para ello, se requiere de nuevas reglas. Los partidos y los candidatos no tienen en sus manos sólo el destino del grupo al que pertenecen, tienen depositado el futuro de la sociedad entera y esto debería obligarlos a anteponer siempre el interés general.

Los actores políticos deben entender que en democracia no hay ganadores ni perdedores por mucho tiempo; que quienes hoy son oposición mañana pueden ser gobierno y viceversa. Los problemas que hoy se niegan a enfrentar desde la oposición, pueden ser mañana los mismos que les tocará intentar resolver siendo gobierno, aunque quizás más agudizados. La solidez y la madurez de una democracia se mide no sólo por la calidad de sus gobiernos, sino también por el compromiso de las oposiciones. La no cooperación sistemática puede poner en riesgo a una democracia recientemente lograda y puede ser abono para la añoranza autoritaria.

Las coaliciones electorales, de las que ha habido muchas en México, no se han traducido en buenos gobiernos. La posibilidad que tendrá el Presidente de la República electo el 1 de julio de 2018, de conformar un gobierno de coalición con el apoyo de distintas fuerzas políticas que garantice la gobernabilidad del país, es ya una realidad en nuestro marco jurídico. Si queremos que la ciudadanía revalore el papel de los partidos políticos y de los legisladores, es urgente mandar un mensaje a los electores en el sentido de que la democracia también es el mejor camino para resolver los problemas que padece la sociedad. Los gobiernos de coalición representan una buena oportunidad para ello.

Abogado.
@jglezmorfin

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