Desempeño y aprobación. Transcurridos hoy ocho de los setenta meses del gobierno en curso: 11.4% del periodo constitucional, los hechos criminales recientes —con su amplia resonancia en medios y redes— generan percepciones de ciudades y pueblos bajo el acecho de asaltantes (incluso de maratonistas en plena carrera), ladrones, secuestradores y sicarios en calles, casas, restaurantes, autobuses, camiones de carga, escuelas y taxis. A este clima de inseguridad frente a la violencia cotidiana se agregan, trimestre con trimestre, percepciones de inseguridad económica: caída en la creación de empleos y en las actividades productivas, con tendencia al nulo crecimiento para el año que corre. Protección de vidas y bienes y certidumbre económica son los temas más sensibles para la mayoría de los mexicanos, en los que el desempeño del gobierno no alcanzaría una calificación solvente. Sin embargo, sus tasas de aprobación se mantienen en los más altos niveles desde que se hacen estas mediciones.

Una explicación plausible radicaría en el hecho de que el presidente López Obrador parece haber invertido más de la décima parte de los 5 años y diez meses que esta vez durará el mandato presidencial, en una ‘campaña permanente’. Así se conoce la estrategia de comunicación política que prescribe el uso de todos los recursos del gobernante para mantener y acrecentar su base electoral y propiciar el triunfo de su partido en la siguiente elección, a fin de asegurar la continuidad de su proyecto y perpetuar su poder personal o de grupo. Estamos ante un gobierno asumido no con la prioridad de resolver problemas, sino de sostener la popularidad del gobernante después de una elección, con miras a la próxima.

En el instrumental de la campaña permanente de AMLO para mantener su alta aprobación, con indiscutible eficacia, está la construcción de una idea de proximidad habitual con los electores, a través de actuaciones características de campaña. Se ha fabricado, además, una imagen de esmero en la atención puntual de los asuntos cercanos a la gente, en las prédicas mañaneras. Y está también la escenificación de un mensaje de obediencia al pueblo, en votaciones a mano alzada en las comunidades. En la base está la credibilidad en este catecismo, cimentada en un discurso de reivindicación y resentimiento contra los malos de su narrativa, que se refuerza al remitir a gobiernos anteriores las responsabilidades de las decisiones del actual. De esta manera no sólo minimiza su desgaste y su pérdida de aprobación, sino que alimenta el proyecto de abolir como opciones, en comicios por venir, a los partidos gobernantes del pasado, contra los que el presidente sigue en pie de lucha como candidato único en campaña, pero con poder de gobernante.

Clientelismo y fanatismo. La campaña permanente hace ostensible la inequidad y hasta la exclusión de la competencia democrática cuando el presupuesto público financia bases clientelares de reparto de beneficios del presidente a un número de recipiendarios cercano a los votos requeridos para ganar una elección. Pero la mayor regresión en una república laica radica en pasar de hacer proselitismo —incluso con estas perversiones— a provocar deliberadamente un fanatismo de corte religioso entre citas bíblicas y dispositivos de fervor personificado en el predicador.

Inventario. Herramienta de la campaña permanente, la prédica justifica aquí la eliminación de obstáculos a la permanencia en el poder y a su concentración. Y es abultado el inventario de instituciones destruidas, desmanteladas o amenazadas en estos ocho meses para remover intermediarios de programas sociales e instancias de fiscalización. Más las presiones para alinear medios y las fintas para prorrogar el proyecto más allá de los 70 meses pactados en las urnas.

Profesor Derecho de Información, UNAM

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