De Colombo a Minatitlán. Nuestra lejanía del Golfo de Bengala pareció acortarse el fin de Semana Santa debido a la trágica familiaridad con que el debate mexicano despojó de compasión humana la tragedia de Minatitlán. Ésta quedó convertida en una pieza de artillería más de la también trágica polarización que enerva nuestra esfera pública. Sí: a 17 mil kilómetros de aquí, casi el doble de la distancia de México a Londres, ocurre también la “trágica familiaridad” —como la llamó un escritor de Sri Lanka— con que se viven ahora en Colombo, a diez años de sus primeras irrupciones, las acciones de los hombres-bomba suicidas que integraron la cadena humana explosiva del domingo de Pascua, con un saldo de más de 300 muertos. De esto se dolía el novelista Randy Boyagoda, ahora director de un college en Canadá, en un artículo publicado el lunes en el NY Times.

Otro paralelismo: en Sri Lanka las redes digitales agregaron combustible a los fuegos sectarios que subyacen tras su guerra civil, como observa el editorial de ayer del Times. En México, esas redes regaron gasolina por toneles al incendio mediático desatado entre los bandos a propósito de la matanza del sur de Veracruz. Lo hicieron sobre el campo seco de un cambio de gobierno que se asume con el mandato de revertir las reformas de las últimas décadas hacia una sociedad democrática de mercado. Y que también se presume investido con la potestad de instaurar un nuevo régimen de poder con rasgos de perpetuidad, excluyente de la pluralidad y montado en un activismo oficialista acaudillado por el presidente de la República. Frente a ese proyecto se erige otro, el de una resistencia que, inexperta, temerosa y lentamente (y a veces torpemente), se articula en torno a los sectores críticos de la sociedad. Son los polos que chorrean chispas incendiarias en esta primavera caliente.

Pero mientras los actores del nuevo régimen se empeñan en revertir las reformas del régimen anterior y en desacreditarlas con la magnificación o el falseamiento de desvíos o errores, otros poderes, los de las bandas criminales, reafirman y expanden su control de vastas zonas del territorio nacional, como evidencia del fracaso de la oferta electoral del hoy presidente de enfrentar el crimen con abrazos, no con balazos. La matazón de Minatitlán parecía en este marco condenada a una ‘trágica familiaridad’ de rutina o a la atención efímera de la agenda pública. Pero fue la aparente indiferencia inicial del presidente López Obrador, la que encendió a las redes: fueron horas y horas sin reaccionar a la tragedia, interrumpidas por un mensaje contra los críticos a su memorando ‘derogatorio’ de la Constitución, para finalmente referirse a la tragedia como producto del neoliberalismo, sin la menor expresión compasiva para las víctimas.

Contra la renuncia. Antes de ello, los reclamos en las redes de una reacción de Palacio subieron de tono. Las huestes digitales del presidente se vieron reducidas, acaso por primera vez, en el campo de batalla de sus ‘benditas’ redes sociales. En su desesperación, el bando presidencial dio un paso límite: pasó a utilizar la tragedia como factor de victimización del régimen. La inscribió en una operación del “enemigo” para deponer al presidente. Frente a esto, más la respuesta del mandatario que atribuyó la matanza al podrido pasado neoliberal, las huestes anti-AMLO dieron un paso atarantado, funcional a la estrategia de victimización del régimen: el lanzamiento del hashtag #AMLORenuncia, que alcanzó más de un cuarto de millón de mensajes y se convirtió en tendencia mundial.

Que presida. La impertinencia de ese reclamo no se agota en su inviabilidad. El rescate de la República de los aprestos presidenciales para disolver contrapesos, más el imperativo de garantizar la pluralidad y la vigilancia de las decisiones del régimen, no pasan por la ausencia del presidente, sino por generar condiciones que lo hagan presidir la República, el todo, más que acaudillar un bando contra los demás.

Profesor Derecho de la Información, UNAM

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