Novedad. Aparte del nuevo formato, la buena preparación de los conductores y la impecable organización del INE, si algún reportero se hubiera atenido sólo al valor noticioso de la novedad al cubrir el segundo debate de los candidatos presidenciales, quizás hubiera destacado un dato que está en el cuerpo de buena parte de las crónicas, las notas informativas y los análisis y comentarios del día siguiente: José Antonio Meade reapareció en el primer plano de la narrativa de las campañas. “Revive”, consigna la cabeza de El País. “Tuvo anoche un mejor desempeño”, escribió el articulista estelar de un periódico mexicano: “fue más fresco, más enfático, más persuasivo”, agregó.

En contraste, más allá de la anécdota de AMLO cuidando su cartera cuando se le acercó Anaya, o del efectismo de Anaya al exhibir las falsedades de AMLO como gobernante del DF, no hubo el domingo cambios noticiables en la actitud, el lenguaje o la actuación de estos dos contendientes. Ya se sabe que entre las metáforas más socorridas de las competencias electorales están las que las identifican con las carreras de caballos y las que las asimilan a las peleas de box. Si lo colocamos en este último símil, Meade encontró en Tijuana su distancia frente a sus rivales arriba del ring. Pudo reconocer el alcance pero también los límites de su estrategia anterior, centrada en la ciertamente valiosa experiencia del alto funcionario que sabe qué hacer y qué no hacer ante cada reto del país.

Allí no hay quien lo prenda. Incluso es común escuchar que sería con mucho el mejor presidente. Pero ya ha quedado visto que en las condiciones actuales, desde esa distancia es imposible lograr el alcance necesario para noquear o sumar suficientes puntos si el desenlace es por decisión. Y así, lo que le valíó al candidato de la coalición ‘Todos por México’ para volver o para “revivir”, según el editor del diario español, fue acercarse al cuerpo a cuerpo a que obligan esas nuevas condiciones, a partir de un mejor cálculo de los grados de dificultad y de adversidad que le plantean las actuales circunstancias, incluidas las indudables habilidades y el hambre incontenible de poder que impulsa a los dos fajadores que enfrenta.

Talante presidencial. Meade, me parece, agregó a estas reconsideraciones la conciencia de sus propias ventajas y desventajas. Ciertamente lo suyo no es el cambio de golpes, como sí es el caso de sus oponentes, que colocan en el centro la belicosidad y en el margen sus propuestas, en general braveras o dadivosas. Y mientras AMLO y Anaya se daban con todo y Meade conservaba la claridad de quien conoce de cerca los temas de gobierno, la pulcritud jurídica y la viabilidad material de sus propuestas, introducía esta vez, en los márgenes de la gresca, con talante presidencial, una contraofensiva sutil, como al hablar de combatir el lavado de dinero y referir que Anaya sabe mucho de eso, o al referirse a la bancada integrada por AMLO con tránsfugas del PRD, que votó contra la apertura comercial al Pacífico, en otra coincidencia con Trump.

Belicosidades. Finalmente, sobresalen las diferencias entre la eterna sonrisa de Anaya: el belicoso feliz que goza cada jab y cada gancho de izquierda que propina; que disfruta recibir un guantazo volado a sabiendas de que responderá con otra sonrisa y un cruzado al plexo, y los rasgos rígidos de AMLO: el belicoso harto que padece cada segundo del debate, incluso cuando libera una sonrisa con los labios apretados tras el gag ensayado de la cartera.

Bien dotado y bien entrenado para la esgrima mental, la sobre actuación de Anaya puede abrumar en minutos. En cambio, entrenado para pontificar, la ausencia de reflejos y agilidad de AMLO para seguir un intercambio fuera de su control lo arrincona en la aburridora repetición de sus mantras. Además está el agobiante esfuerzo de autocontención que se adivina tras sus frases lastradas, quizás para cerrarle el paso a lo que piensa, y que él mismo supone nocivo para conservar su intención de voto.

Director general del Fondo
de Cultura Económica

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