Respeto a la palabra. Acaso la mayor prueba de la salud de la economía está en que los mercados ni siquiera parpadearon ante la recaída de AMLO en la estridencia. Pero la falta de respeto a la palabra podría empañar la trasmisión de poderes, hasta ahora más apacible que lo que se había previsto. El regreso a la altisonancia amaga con azolvar y desviar el diálogo —hasta el mes pasado, fluido— y con adulterar el intercambio de información entre los gobernantes de hoy y los de mañana. La disrupción empezó este mes con la toma del Poder Legislativo por una controvertida mayoría absoluta de activistas al servicio del presidente electo. Primero fue su punto de acuerdo en la Cámara de Diputados, sin efecto legal pero con el contundente efecto comunicacional de un mensaje ominoso: los encargados de elaborar las leyes no respetan la Ley Fundamental y exhortan al gobierno en funciones a violarla con la suspensión de las evaluaciones del magisterio.

Después vino la anti parlamentaria determinación anunciada por el líder de esa mayoría de lanzarla sin freno hasta no dejar ‘ni una coma’ de la reforma educativa. Esto es, antes de iniciar siquiera un mínimo debate, la orden es arrasar sin parlamentar: vencer sin preocuparse de convencer. El tercer paso, el que termina por degradar los procesos democráticos hasta dejarlos en simples formalismos, es la pérdida de respeto al sentido de las palabras, empezando por las propias. Pasa en las competencias electorales, verdaderos duelos de afirmaciones falsas o engañosas. Pero el fenómeno se perpetúa con las estrategias de campaña permanente y el eterno retorno al torbellino beligerante de frases incoherentes —incluso con las dichas días antes— pero eficaces para fijar la agenda del debate público.

Ya el ex presidente socialista chileno Ricardo Lagos lamentó hace más de 10 años “el no respeto al sentido de las palabras” que reventó la culminación de una Cumbre Iberoamericana cuando el venezolano Hugo Chávez se empeñó en interrumpir al presidente español Rodríguez Zapatero con altisonancias que identificaban al antecesor de éste, Aznar, como un fascista “más inhumano” que tigres y serpientes (textual). Fue entonces cuando sobrevino aquel “¿por qué no te callas?” del rey Juan Carlos. “Si no respetamos las palabras, las palabras dejan de tener sentido y cuando ello ocurre se está a un paso de la violencia”, advirtió Lagos entonces: ¿premonición de la Venezuela actual?

Bancarrota gramatical. Los pocos pero estridentes defensores del regreso de la altisonancia de AMLO tratan de forzar el sentido de la palabra bancarrota aplicándola a situaciones ciertamente graves, algunas de ellas lamentablemente crónicas, como la desigualdad, o que lastiman a la población desde hace décadas. Y frente a la avalancha de refutaciones de especialistas, empresarios, funcionarios y periodistas, a la manera de Rubén Aguilar con Fox, las huestes dialécticas de López Obrador descifran lo que quiso decir el presidente electo. Es la bancarrota “moral”, bancarrota en el combate a la inseguridad, la violencia, la corrupción y a la misma desigualdad, reinterpretan a su caudillo. Pero en ese caso igual podríamos hablar de los riesgos de caer en bancarrota gramatical por quien se dispone a asumir la Presidencia de la República. Y esto no se agota en la asignatura de hablar con propiedad, sino de los efectos —buscados o no— de usar palabras inadecuadas al pie del púlpito presidencial.

Concursos. AMLO y sus allegados parecen reabrir el concurso al más altisonante: el país es un panteón, dice uno; está hecho pedazos, replica otro; me lo entregan en bancarrota, remata el jefe. Pero la altisonancia es la negación del diálogo. Ensordece. Impide escucharnos. Desnaturaliza el sentido de las palabras y produce decodificaciones aberrantes. Quizás la decodificación más saludable del mensaje de AMLO correspondió a la periodista @IvonneMelgar, sobre lo que quiso decir el elegido: Bancarrota = no me alcanza para lo que pensaba.

Director general del Fondo
de Cultura Económica

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses