El Centro Histórico siempre es un sitio ajetreado tuyo, querida ciudad. Desde que amanece en el Eje Central hasta que se acaba la fiesta en alguna azotea de Madero, algo pasa siempre en el Centro. Recientemente, las conferencias mañaneras del presidente hacen eco más allá de Bellas Artes.

Cabe, en medio del bullicio, ponernos a pensar en la Alameda. Una suerte de diálogo deformado ha estado tomando forma. Un periodista célebre por increpar a jefes de Estado y un presidente que lo sube al templete a discutir gráficas. El mismo presidente que, hace unos días, se permitió arremeter contra todo un periódico argumentando que, si el diario publicaba unos dichos, él tenía derecho de réplica en un vaivén de dimes y diretes. Tiene razón. Imagínese que usted es un ebanista que entrega un ropero de caoba sólo para enterarse al domingo siguiente que alguien dijo que usted es un mal hecho y que encargarle semejante trabajo fue un desatino. Usted querrá desmentir aquello, o al menos dar cuenta de su versión.

El problema cuando uno traduce ese ejemplo hipotético al caso que nos ocupa es que ser el presidente tiene asegunes mayúsculos que lo hacen un oficio único, en muchos sentidos. El presidente no sólo tiene derecho de réplica, sino un aparato inmenso institucional enfocado únicamente en comunicación social, y un presupuesto atado a esos propósitos. La conferencia matutina es el ejemplo más claro de ese poder. ¿Has visto, querida ciudad, una conferencia de prensa mañanera del mejor ebanista de México? Ni yo.

El poder del ejecutivo no radica únicamente en lo tangible: el presupuesto en comunicación y la burocracia orientada a esos fines. En el terreno de lo simbólico acaso es todavía más evidente. Cuando el presidente habla -no cuando le habla a la televisión mirando un partido de los Diablos del México-, en su rol de jefe del Ejecutivo Nacional y en un evento de trabajo como lo son las conferencias matutinas, el que habla no es él solo. O no debiera nunca entenderse así. Comunica, responde preguntas, escucha y replica como el representante de todos los mexicanos. Los que votaron por él y los que no, los que todavía no salen del kínder y los que no han cambiado su domicilio en el INE. Ahí radica lo harto complejo que es la investidura presidencial. Todo gran poder, decía el tío Ben, implica una gran responsabilidad. La que viene implícita con la silla de Palacio Nacional es por una parte, aquélla de escuchar y sentir lo que la sociedad mexicana piensa, lo que le preocupa y con lo que sueña. Y además implica usar el poder que le conferimos únicamente a él para que decida por todos, hable por todos y nos represente, en lo complicadísimo que puede ser eso en la práctica, a todos. Ciertamente, somos un país enorme y diverso, pero la sociedad mexicana, creo que podemos afirmarlo, se opone por completo a cualquier censura de su prensa, a atemorizar a sus ya despeinados periodistas. Que habrá plumas que no busquen informar y llevar a la reflexión sino adoctrinar, las habrá, querida ciudad. Pero las habrá en todas partes.

Recordemos que el periódico es un gremio de corporaciones privadas que eligen a sus columnistas y tienen una línea editorial. Claro que todas se ostentan como veraces y prontas para informar, pero que no se nos olvide, ciudad, que la madurez del lector es nuestra responsabilidad. No necesitamos al presidente para librar batallas que no le hemos pedido que libre. Ya decidiremos nosotros dónde doblamos la hoja y a qué le damos clic.

Se le atribuye erróneamente, como muchos lugares comunes, a Voltaire la frase “estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. En realidad, fue escrita por Evelyn Beatrice Hall bajo el seudónimo, usual práctica en aquel tiempo, de Tallentyre. No nos pongamos tan radicales en este país donde impera la tragedia, ciudad. Pero ahí hay una batalla que, pienso, sí le pide México a su representante en el poder ejecutivo. Defender el derecho importantísimo de disentir.

@elpepesanchez

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