La consulta aeroportuaria fue ocasión para palpar nuevamente la polarización y confrontación política que vive el país, o al menos sus sectores más politizados. Unos vieron en este ejercicio un enorme paso en dirección de una democracia participativa de corte escandinavo. Otros la vieron como una engañifa propia de un país bananero. A los primeros no les preocupó demasiado lo que los otros denunciaron; que sólo podría participar 1% de los convocados, que las casillas fueron ubicadas en una relación directa a la mayor votación que recibió AMLO en julio; que fue organizada por un partido sin mayores contrapesos en la organización del proceso; que no había garantías de limpieza y transparencia al grado que falló la aplicación que se había anunciado para garantizar que no se pudiera votar más de una vez. Es decir, en materia de organización y formato, esta consulta representó un retorno al pasado. Un pésimo precedente. Era mejor modificar la Constitución para que permitiera un plebiscito legal cada año y poder realizar éste en 2019.

Para los obradoristas nada de ello es impedimento para ver la consulta como un gran avance; integrar a la ciudadanía en decisiones trascendentales. Las irregularidades que los hubieran llevado a solicitar la nulidad en otras circunstancias, ahora aparecieron a sus ojos como peccata minuta. Sostienen que tratándose de un primer ejercicio de este tipo, no se podía esperar demasiado y que se puede ir mejorando (eso decían los priístas ante las insuficiencias del sistema electoral de antaño). En realidad, ya había avances plasmados en la Constitución. De hecho hay algunos antecedentes, si bien no federales; la consulta sobre el segundo piso en tiempos de AMLO y hace dos años el refrendo sobre la Constitución capitalina se realizaron en mucho mejores condiciones, y dentro del marco legal. Pero se prefirió partir desde abajo una vez más para ir escalando paso a paso el camino que en buena parte ya habíamos recorrido. En todo caso, otros consideraban que más allá del formato y la organización, en realidad este ejercicio sería una simulación para permitir a AMLO tomar una decisión cubierto por el pueblo, y así deslindar parte de su responsabilidad como jefe del Ejecutivo en este caso. Esa tesis sugiere que el resultado —cualquiera que fuera— se confeccionaría a modo a partir de lo que conviniera políticamente al presidente electo. Al no haber candados, vigilancia externa o contrapesos internos, nada lo impediría.

Hubo dos variantes en esa interpretación; quienes pensaban que AMLO ya había decidido clausurar Texcoco pero convenía hacerlo con respaldo popular, frente a los inversionistas y centros financieros internacionales. En cuyo caso, el riesgo sería que de cualquier manera se perdería buena parte de confianza y credibilidad en ese ámbito. Otros vaticinaban que se los asesores tecnócratas del presidente electo lograrían convencerlo de lo perjudicial para su gobierno de clausurar Texcoco. Por lo cual, la consulta arrojaría esa decisión para así apaciguar a los seguidores de AMLO, la mayoría de los cuales le compraron completa su versión de que Texcoco es un auténtico desastre por donde se le viera. ¿Con qué cara podría decir AMLO que siempre sí mantendría Texcoco? Con la consulta podría recurrir al clásico “perdimos compadre”. Al fin que sus seguidores difícilmente se sentirían engañados o manipulados por él pues, fieles hasta la muerte como son, creen todo lo que dice. Asimilarían dicho desenlace como la prueba fehaciente de que López Obrador es un auténtico demócrata que acepta un veredicto popular aunque contradiga su personal punto de vista. En tal caso, los inversionistas y mercados podrían ser comprensivos respecto a la simulación que implicaría la consulta; una medida pragmática para reducir los costos de contravenir a su feligresía. Al momento de escribir este artículo no se sabía aún cuál de estas dos tesis tuvo la razón.

Profesor afiliado del CIDE.
@ JACre spo1

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