Con frecuencia les escribo desde un país, queridos lectores, en el que la doble moral, la hipocresía y la diatriba son la norma. Basta con abrir los periódicos, ver o escuchar noticias o meterse a las redes sociales para encontrarlo. Es el país de las campañas políticas, de las promesas olvidadas, las alianzas rotas, las traiciones y engaños. Es el país en el que el mismo “ciudadano” que tira basura en la calle, hace ruido a deshoras o viola normas elementales de convivencia se siente con derecho a despotricar, el mismo país en el que muchos creen solamente en una versión de los hechos o se olvidan del respeto a los demás.

Pero junto a ese país, dentro de él, hay otro. Desconocido, ignorado, olvidado, es un lugar que deberíamos visitar más a menudo, que tendríamos que conocer como la palma de nuestra mano. Y dándonos la vuelta por ahí con mayor frecuencia tal vez aprenderíamos a valorarlo, a usarlo como ejemplo, a contraponerlo a todos los que quisieran seguir viviendo en eso que ellos llaman el México real.

El país al que me refiero es uno en el que decenas y decenas de millones de personas se levantan todas las mañanas sin tiempo ni ganas para quejarse. Que van a trabajar o en busca de trabajo, que van a la escuela o a tratar de aprender algo nuevo, que se preocupan por su entorno y no sólo por demostrarle algo a los demás.

Es el de los mexicanos que cuidan su casa, su calle y su colonia por igual. Que no permiten que lastimen al más débil, que defienden a los que piensan diferente o son diferentes, que no dan “mordidas”, que no le echan la culpa de todo a los demás. Un país de ciudadanos que teniendo múltiples pretextos a la mano deciden no utilizarlos y prefieren enfocar su energía en trabajar y no en alegar, en cambiar las cosas que pueden, en denunciar no solamente lo que les afecta en lo personal o lo que les conviene.

Lo vemos todos los días sin darnos cuenta. En el transporte público cuando alguien cede su asiento o devuelve una cartera perdida. En el automovilista que cede el paso al peatón, en el empresario que cumple sus obligaciones y en el servidor público que se presenta todos los días a trabajar y no saca ventaja más allá de su salario y la satisfacción del deber cumplido.

Está en el filántropo que sabe que no todo se mide en dinero, el ama de casa que se asocia con sus vecinas para cuidar a los niños o ayudar a los ancianos. En el político que cree en una causa y lucha por ella, en el activista que dedica su vida a promover sus ideales, en el deportista que da lo mejor de sí limpiamente, el cineasta que nos da momentos de diversión y orgullo nacional, pero también en el que busca educar con su arte, ilustrar, denunciar y cambiar lo que está mal.

¿Es ese un México oculto, subterráneo? Ni lo crea. En la comunidad más violenta hay quien lucha por reencauzar a los jóvenes. En la más pobre está quien lo comparte todo. En las escuelas hay legiones de maestros dedicados a nuestros hijos. En hospitales, cuarteles, estaciones de policía o de bomberos encontramos pequeños y grandes actos de heroísmo todos los días. En los medios hay también quienes arriesgan el pellejo para exhibir lo que está mal, para abrirnos los ojos a realidades que muchos preferirían no ver, o para resaltar las muchísimas historias que conforman a ese otro país que tenemos al lado aunque no siempre lo reconozcamos.

Que eso no borra la violencia, la corrupción, la impunidad y las injusticias, me dirán algunos. Que ya me puse cursi, me dirán otros. Y tal vez algunos de ustedes, amables lectores, coincidirán conmigo en que en este México tan dolido y tan lastimado hay otro, tanto o más grande e importante, mucho más valioso y valeroso.

Hoy quise escribir sobre ese, en el que habitan tantos mexicanos y mexicanas de bien. Voltéenlos a ver esta mañana o esta noche. Ahí están, mientras todo lo demás sucede.

Analista político y comunicador

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