No hay escapatoria. Desde que alguna vez, malhadada, Donald Trump posó su mirada sobre México, las cosas han sido desafortunadas. Primero para él, en uno de sus muchos descalabros empresariales, pero después, desde que se metió como chivo en cristalería a la política, su impacto ha sido pernicioso para México y para los Estados Unidos.

La siempre compleja y difícil relación entre los desiguales y a la vez complementarios vecinos entró en una etapa constructiva y cada vez más predecible a partir de la negociación, aprobación y entrada en vigor del TLCAN en 1994. Una decisión principalmente política que podemos y debemos agradecer a Carlos Salinas, George H. W. Bush y Brian Mulroney propició la creación de una zona norteamericana que pese a toda crítica sigue operando, y bien, 25 años después.

Donald Trump ha usado lo mismo al TLCAN que a la migración y a los migrantes como rehenes en su zigzagueante carrera a la presidencia primero y hacia la reelección ahora. Si bien durante todo este tiempo su blanco retórico ha sido México, el verdadero foco es más bien disperso: cuando no es la migración mexicana es la centroamericana; cuando le conviene es el trafico de drogas o la violencia e inseguridad en México; pero también ha intentado la vía de las cifras económicas o comerciales para intentar fallidamente demostrar perjuicios desproporcionados a la economía estadounidense por el libre comercio.

Son ya dos presidentes y tres cancilleres mexicanos a los que les ha tocado lidiar con Trump y sus agresiones y amenazas. Tanto Enrique Peña Nieto como Andrés Manuel López Obrador han optado por la ruta de la no confrontación, de la negociación discreta, de bajar el volumen a la retórica, no obstante los numerosos llamados de actores políticos, analistas, intelectuales y ex funcionarios para que le planten cara, para que “no se dejen”.

Salvo por momentos de excepción, ambos resistieron, al menos hasta el momento, la tentación fácil del discurso patriotero o de los desplantes frente a la incesante retahíla de ofensas del inquilino (que tanto inquina) de la Casa Blanca. Se paga un costo político por ello, indudablemente. Peña Nieto lo cubrió con creces, aunque cabe señalar que el error de origen de invitar a Trump candidato a Los Pinos fue tal vez el más oneroso de todos para él. Y ahora, para López Obrador crece la presión, en parte también por la lentitud de la Cancillería para salir al paso de los dichos trumpianos. No que haga mucha diferencia, al final no es con discursos ni con gestos grandilocuentes como se puede tratar al presidente vecino. Quien lo dude solo tiene que ver qué tanto éxito tuvo el Primer Ministro canadiense, Justin Trudeau, que se lució ante la galería y después tuvo que pagar los platos rotos durante la renegociación del TLCAN/TMEC.

El punto, mis queridos lectores, es que el destino nos hizo la gracejada de colocar a Trump en nuestro camino durante al menos cuatro años, que fácilmente se pueden convertir en ocho. Toca al presidente en turno, llámese Peña Nieto o López Obrador, reducir y evitar al máximo los riesgos para México de esa interacción. Hasta ahora, aguantando vara, se ha logrado acotar —que no eliminar— el daño. La negociación comercial prosperó (aunque falta aun la ratificación del nuevo acuerdo); la frontera no se ha cerrado; las deportaciones no adquirieron el carácter masivo que se temía hace apenas dos años. Las palabras nos han lastimado, sin duda, pero en el balance hemos salido hasta ahora razonablemente bien librados, sobre todo cuando consideramos nuestra enorme vulnerabilidad frente al gigante del norte.

En cuanto a quienes piden gritos y sombrerazos, reconozco en muchos orgullo y dignidad heridos. Pero otros más solo me recuerdan al clásico “amigo” que azuza a sus cuates a la hora del pleito y después se hace cómodamente a un lado.

Y con amigos así, nadie necesita enemigos.


Analista político. @gabrielguerrac

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