No, no me equivoqué de título para este artículo, queridos lectores, aunque quisiera que se tratara de un error. Yo sé que en México conmemoraremos a los difuntos en menos de dos meses, pero por desgracia vivimos en un país en el que todos los días son de muertos, a todas horas, en todo momento.

Un país en el que brotan como hongos las fosas clandestinas y bien pronto la atención se desvía, en el que hacemos más caso a una frase desafortunada de un político o a la llegada de un futbolista extranjero que al hecho de que tan solo en un estado, Veracruz, se han encontrado más de 600 fosas con los restos de casi mil 200 personas, según reportó apenas ayer EL UNIVERSAL.

Un país en el que la gente desaparece sin dejar rastro, en el que los cadáveres aparecen sin dar indicio de a quien respondían en vida. Centenares de miles de muertos y desaparecidos, de familias desgarradas, de padres, madres, hermanos, hijos desesperados por saber algo —lo que sea— de los suyos, porque aunque sea la peor de las noticias es preferible a la incertidumbre.

Las cifras son espeluznantes, pero los testimonios son todavía más desgarradores. Por si no bastara la tragedia nacional que representa un fenómeno de estas dimensiones (31 mil asesinatos anuales, 37 mil desaparecidos registrados) nos topamos con la indiferencia, ineficiencia o impotencia de las autoridades, que simple y sencillamente están rebasadas o cooptadas por la realidad de la violencia criminal en nuestro país.

Para quienes entienden del tema está claro que no es este un asunto de sexenios ni de partidos, sino de políticas públicas y de la ausencia de un sistema eficaz y transparente de combate a la delincuencia y procuración de justicia. Y tampoco es tan sencillo como decretar “la legalización de las drogas” para que cesen las muertes. Los cárteles del narcotráfico han invadido muchas otras esferas de actividad criminal, con lo cual adquieren un poder inmenso en la vida cotidiana y el tejido social mexicanos. Su atomización, producto de una estrategia de combate al narco consistente en descabezar a las organizaciones en vez de debilitar sus estructuras y flujos de financiamiento, hace virtualmente imposible su contención. Los mini-cárteles son ahora el enemigo y combatirlos es como tratar de eliminar una plaga de insectos diminutos, que se cuelan por todas las rendijas y recovecos.

Y para acabar de complicar las cosas, todo el esfuerzo de las autoridades, el altísimo costo en vidas y recursos que implica el combate al crimen organizado, termina de frustrarse con las tasas de impunidad que imperan en México. Si apenas uno de cada cien delitos termina con un imputado en la cárcel, es prácticamente imposible revertir la situación.

Complicidades hay muchas y lo sabemos. También asuntos de fondo, como el necesario debate acerca de la despenalización de algunas drogas, o la corresponsabilidad de los consumidores, ya sean países o individuos. Y el papel de la sociedad, que tiene que fijarse más en este drama y menos en las anécdotas cotidianas de políticos o futbolistas.

Un país no se sume en la corrupción, la delincuencia, la violencia y la impunidad sin que todos sus ciudadanos sean de una u otra manera corresponsables, coparticipes del desastre.

Nos toca revisar a cada uno lo que hacemos y dejamos de hacer para que las cosas llegaran a este punto, y ponernos a hacer lo que se requiera para salir de esta fosa viviente en la que se ha convertido nuestro querido México.


Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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