DE entrada, aclaro que no estoy de acuerdo con la gran mayoría de los movimientos separatistas e independistas. Resulta difícil promover el regionalismo o el nacionalismo en pleno siglo XXI, cuando el resto del mundo busca esquemas que promuevan los ideales europeos de progreso, libertades, de convivencia pacífica y civilizada.

Cataluña tiene un millar de años de historia, cultura y lenguaje propios, una población de 7.5 millones, una de las economías más grandes en España, con PIB, ingreso per cápita y demás indicadores entre los más altos del país. Parte de lo que reclaman los independentistas es que aporta mucho más al fisco de lo que recibe.

Está también el contexto histórico: Catalunya se volcó en defensa de la República y en contra de la insurrección franquista que habría de culminar en una muy larga y muy sangrienta dictadura. Los catalanes siempre sintieron que Franco se había ensañado con ellos, y no les falta razón. Pero los anhelos independentistas no pueden basarse ni en la historia de una represión que concluyó hace más de cuatro décadas, ni tampoco en argumentos meramente numéricos o econométricos. Si llevamos el argumento de la prosperidad catalana al extremo tendríamos a regiones en todo el mundo buscando su independencia.

Ese principio permitió a España (y a Cataluña) adherirse a la Unión Europea como uno de sus socios “pobres” y recibir subsidios de miles y miles de millones de Euros para infraestructura y servicios públicos. Hay quienes calculan que España ha sido receptor neto de transferencias y subsidios por casi 100 mil millones de euros y que hoy en día el ciudadano español promedio recibe 70 euros más de los que aporta a la Unión. Así pues, eso de quererse salir por ser más ricos es un argumento que rápidamente se revierte.

No hay un mandato amplio para declarar unilateralmente la independencia. En el referéndum anterior en 2014, solo participa un poco más del 40% de los posibles votantes. Las elecciones regionales del siguiente año dieron una mayoría a los independentistas, pero el margen no fue abrumador. Una encuesta realizada en julio pasado y encargada por el gobierno de Cataluña (citada por la BBC, de donde tomé la información) arrojó un resultado de 41.1% a favor de que “Cataluña se convierta en un Estado independiente”, contra un 49.4% que se opone.

Así pues, sin un mandato rotundo, con serios cuestionamientos legales y constitucionales y probablemente atentando contra los derechos de un amplio sector de la población que NO quiere la separación, con argumentos contrarios al sentido común en lo económico y egoístas en lo distributivo, un débil gobierno regional decidió ir para adelante con la votación. De todas partes le llovieron críticas y condenas, llamados a la paciencia, a la cordura. Era un voto condenado de antemano a ser cuestionado, por el hecho de que la oposición decidió boicotearlo y las acusaciones de injerencia gubernamental indebida.

El gobierno que preside Mariano Rajoy lo tenía todo para desconocer los resultados, para ofrecer concesiones menores, para jugar al papel del conciliador benévolo que acepta de regreso al hijo pródigo. Pero no. Decidió que lo suyo era la mano dura, las amenazas (algunas cumplidas) de cárcel para organizadores y promotores, la toma de control central de las finanzas y las fuerzas del orden catalanas, y, lo más grave, el uso indiscriminado de la fuerza pública. Rajoy ha ofrecido un espectáculo bochornoso de policías fuertemente equipados arremetiendo contra ciudadanos inermes. Mujeres, ancianos arrastrados, empujados, violentamente golpeados por querer ir a votar.

Y súbitamente cambió el debate. Ya muy pocos hablan en primer lugar de la inconstitucionalidad del referéndum, de su falta de lógica en una Europa que, salvo por Gran Bretaña, busca más integración como defensa a los radicalismos de los ultranacionalistas y neofascistas. No, ahora se habla, y con razón, de las increíbles imágenes de un país europeo reprimiendo de tal manera a manifestantes pacíficos. Ahora, el independentismo toma nuevos aires para su siguiente batalla, gracias a Mariano Rajoy y quienes aun creen que a los opositores se les somete con la mano de hierro.

Hay quienes, de plano, no aprenden.

Analista político y comunicador

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