Cuando Gaby sugirió hacer una reunión para “cerrar el ciclo”, a todos nos encantó. En ella se regalaría su ropa, música, libros, y en general, todas sus pertenencias a los amigos más queridos. Yo escogí su pulsera de cuero, sus cartas de tarot y unas monedas raras que guardaba con celo. Las puse en mi pequeño baúl de madera.

De ahí surgió otra idea mejor: Arturo propuso aprovechar la proximidad del Día de Muertos para hacer una ofrenda y despedirlo, no sólo a él sino a los que nos estábamos arrancando del alma para decirles adiós.

Dijo que la terapia nos iba a ayudar, inicialmente, a elaborar un duelo superar poco a poco la pérdida de nuestros seres queridos, pero lentamente nos fuimos dando cuenta que teníamos atorados otros dolores más viejos que creíamos superados. Éstos urgieron como gigantes cuyo recuerdo amenazaba con doblarnos como espigas al viento.

Hacer una ofrenda de muertos era algo inédito en nuestra familia. Nunca antes nos atrajo, pero también era inédita nuestra actual situación: nos sentíamos solos. Inicialmente pareció solamente una buena idea, pero, conforme iba involucrándome más en la preparación, un gran fervor se fue apoderando de mí.

Conforme atesoraba los dulces, los adornos, las frutas, las velas, las flores, su comida favorita, las fotografías y todo lo que lleva una ofrenda, el dolor fue aflorando de una manera distinta. Era un dolor dulce, sin tristeza, pero tan profundo que ni las lágrimas acababan por aliviarlo.

Llegó el gran día de la ofrenda de muertos. Todo estaba resplandeciente. Cuando terminamos de prender las velas, me percaté que tuvimos menos asistentes de los previstos, pero no me extrañó ni tampoco me dolió, porque a esas alturas había aprendido que el dolor ajeno espanta y se queda uno en un páramo en el que hay que andar a solas.

Cuando todos se fueron la realidad me golpeó como si me cayera una cubeta de agua helada en la cabeza. Resultó que la ofrenda no me los iba a devolver. Lloraba recostada en mi cama cuando empecé a oír voces. En un primer momento pensé que era mi imaginación, mis deseos por comprender lo inexplicable.

Me estaba acurrucando nuevamente cuando escuché una voz que me pareció conocida. Me dijo: “Ya no llores, Mary, no te preocupes…”. Repentinamente me di cuenta que era la voz de mi querida hermana menor, quien murió trágicamente hace unos 17 años.

Creí perder la razón y volví a recostarme. Enseguida escuché a mi querido hijo. No pude distinguir qué decía pero era su voz. Lo único que comprendí es que estaba pletórico de felicidad, tranquilo.

¡No podía creerlo! Durante la celebración del Día de Muertos es posible recibir y tener una comunicación espiritual con tus seres queridos!

Esa experiencia fue como un impulso mágico para levantarme de nuevo y ver con valentía el nuevo horizonte que se abría y que no había querido ni ojear siquiera.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses