“Me tocó ser hombre y mujer. Como quisiera ser solamente mujer”, escribió hace un año Yuliya en su muro de Facebook. Eran los días en que Anastasia, su hija de 18 años, estaba desaparecida y ella apenas dormía y a veces ni comía, buscándola, atendiendo la casa y cuidando a Valeria, de 11 años y con discapacidad.

En la vivienda de Yuliya los problemas abundaban y el dinero escaseaba. Estaba muy sola. Igor, el hombre del que se estaba divorciando, la ayudaba poco, muy poco y, a veces, nada.

Hace más de 20 años, Yuliya Masney Chafonsik llegó a México procedente de Rusia con su esposo Igor Lechtchenko. Se conocieron en el mundo del espectáculo, estaban enamorados y tenían muchos planes.

Ella, de 25 años, poseía una belleza que difícilmente pasaba inadvertida; esbelta y de piernas torneadas, era dueña de una abundante melena color oro que resaltaba sus ojos profundamente azules y su sensual sonrisa.

La suerte parecía de su lado pues además de su belleza física y su trato afable, era políglota, bailarina, pianista y estudiosa de la historia universal.

El matrimonio decidió desertar de la compañía de danza (aunque algunos dicen que de un circo) y probar suerte como bailarines independientes. Cobijados, primero, por la empresa que los trajo a México y después por su talento, la carrera de los bailarines parecía consolidarse.

Incluso, se presentaron en programas de televisión como Un Nuevo Día, entonces conducido por Rebeca de Alba y César Costa.

Vivieron en la ciudad de México y después recorrieron otras entidades.

Hace más de una década, se asentaron en Tijuana, Baja California.

En los años noventa, cruzaron a Estados Unidos, pero tuvieron dificultades para acoplarse y los problemas de su relación hicieron que se regresaran a territorio mexicano. Igor y Yuliya se separaron cuando ya habían nacido sus dos hijas, Anastasia y Valeria.

La soledad y la rubia

Entablé una amistad con Yuliya a través de Facebook en marzo de 2014, aunque, personalmente, sólo nos vimos una vez, en mayo del mismo año. Pasé por ella a Playas de Tijuana y la invité a comer a Rosarito.

Me platicó que su hija mayor Anastasia, desde hacía meses, estaba reportada como desaparecida ante las autoridades, aunque para ella, estaba secuestrada, pero no sabía o nunca dijo por quién.

Yuliya era una mujer culta, preparada y muy inteligente más allá de su evidente belleza física.

Siempre tenía palabras de amor cuando se refería a sus hijas.

Me comentó que los primeros años de Anastasia fueron “mágicos”, conviviendo con sus padres y entre presentaciones artísticas de las que formaba parte; parecía feliz. Sin embargo, se atravesaron dos circunstancias que no pudo superar y terminaron por convertirla en una joven desenfrenada: una hermana con discapacidad múltiple y la separación de sus padres.

A pesar de su realidad, entre la austeridad y la pobreza, Yuliya siempre se las arregló para darle un techo, comida y vestido a sus hijas.

El día fatídico que Anastasia, en su estado de drogadicción, se acercó a la casa de su madre y hermana, Yuliya no tenía idea de su estado agresivo y aparente locura.

Ella sólo quería estar bien con Anastasia. Sin duda, fue sorprendida para ser asesinada a traición y dejar, a su vez, sin protección, a la pequeña Valeria.

La presunta frialdad con que actuó Anastasia contrasta, como agua y fuego, con la manera tan hermosa, amorosa y sublime que Yuliya se expresó siempre de su hija mayor.

Tuvimos una gran amistad. La admiré mucho. Su capacidad de plática y de escucha, su nivel cultural y en especial, su interés y conocimiento en la política de México y del mundo, era muy alta. Amaba al país donde creció, Ucrania, y sus raíces rusas, y los defendía a capa y espada —aunque Yuliya nació en Siberia—. Jamás perdió el acento que la delataba como extrajera, pero su cotidianidad al hablar definitivamente era la de una mexicana.

Después de su lugar de origen, amó profundamente a México.

Yuliya amaba las palabras y su significado, le gustaba citar a personajes; su sentir lo transmitió alguna vez en un pensamiento de Víctor Hugo: “La melancolía es la felicidad de estar triste”. Así era ella, melancólicamente feliz. Alguna vez escribió sobre los hijos citando a Graham Greene: “Son los hijos los que se apartan de uno. Pero los padres no podemos apartarnos de ellos”. Es por ello que Anastasia, al igual que Valeria, siempre estaban en su corazón y pensamiento.

Conocía a Yuliya en el tiempo cuando día a día soñaba que su hija Anastasia apareciera; ojalá ese sueño nunca se hubiera cumplido.

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