qhacer@eluniversal.com.mx

Era cuestión de tiempo para que la subcultura (promocionada como opción) con la que el hombre común y corriente obtiene sus merecidos 15 minutos de fama, cruzando esa puerta al éxito efímero (tipo X Factor, American Idol, Britain’s got talent), diera un fruto cinematográfico, un poco mejor que la idealizada biografía de Paul Potts, Mi gran oportunidad (2013, David Frankel).

El resultado es una apuesta arriesgada del estudio Illumination dedicado a la animación: Sing, ¡ven y canta! (2016), codirección que representa el debut del animador Christophe Lourdelet, y el tercer título para cine, pero primero animado, del guionista Garth Jennings.

Por supuesto, es un maratón de personajes zoomorfos comandados por un koala, Buster, que para salvar su teatro organiza una multitudinaria competencia de canto. Están las virtudes del estilo Illumination: excelente trazado y concepción de personajes; trama donde, antes que la idea principal, importa cada personaje (de hecho la historia es simple: presentar encantadoramente los personajes para identificarse con ellos, su respectiva canción y el inmarcesible repertorio pop).

A pesar de ciertas deficiencias argumentales, conserva algo de esa vieja magia cinematográfica que deja al espectador tarareando alguna tonada largo rato después de concluida la función. Un filme de encantadora ingenuidad.

Pasajeros (2016), quinto largometraje cinematográfico del noruego en boga, Morten Tyldum, es un híbrido entre ciencia ficción escapista y romance de palomitas. Lo que propone el guionista en ascenso Jon Spaiths no responde a la tendencia dominante de la distopía sino a la otrora válida noción de la utopía: una nave en camino de mudar la humanidad a un territorio desconocido, es escenario para que Aurora (Jennifer Lawrence) y Jim (Chris Pratt) protagonicen una sentimentaloide historia tipo Adán y Eva que prefiere la superficialidad y evadir el conflicto ético que sugiere.

A pesar de la elegante fotografía del mexicano Rodrigo Prieto, es una decepcionante fantasía sin emoción. Un descalabro en la interesante carrera de Tyldum.

Cada fin de año, sin excepción, debido a que está la “programación sujeta a cambios sin previo aviso”, se juntan filmes que anunciados inesperadamente no entran a cartelera por obtener nominaciones a premios que se entregarán en el primer trimestre del año siguiente; se les retira buscando mejor fecha posterior de estreno.

O simplemente no se exhiben acaso al descubrir de último minuto que su suerte será mejor de irse directo a video. Hay otros en extremo atractivos que se estrenan para llenar huecos que a veces dejan las superproducciones. Algo así sucede a No es más que el fin del mundo (2016), sexto largometraje del ultra vital canadiense de apenas 27 años Xavier Dolan. Basado en la obra teatral del malogrado dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce (nacido en 1957, muerto a causa de sida en 1995), es un retrato familiar extremo. Explosivo coctel emocional que estalla cuando Louis (Gaspard Ulliel) visita a su familia —su madre (Nathalie Baye), su hermana (Léa Seydoux), su hermano (Vincent Cassel) y su cuñada (Marion Cotillard)—, después de años sin verla, para informar la situación irreversible de su vida.

El genial reparto y la tensión sin concesiones que le imprime Dolan a la cinta, la hacen una descarnada reflexión sobre la vida en familia llena de un pesimismo arrebatado en cada primer plano de los rostros (absorbente fotografía del curtido canadiense André Turpin).

Una brillante película que sacudirá a más de un espectador.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses