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Tratándose de la primera cinta-evento que oficialmente inaugura el verano (aunque estemos en primavera), al ser un mega filme que, se dice, costó entre 250 y más de 400 millones de dólares, Batman vs. Superman: el origen de la justicia (2016, Zack Snyder) invita a ir más allá de lo evidente: de sus notables logros visuales (a cargo del fotógrafo Larry Fong); de su dramaturgia (que refunda una mitología, que perfectamente entienden Chris Terrio y David S. Goyer en su desmesurado guión); de su destacada espectacularidad que podrá no gustar a todo el público, pero que sostiene con tensa verosimilitud este multiverso (de DC Comics), como se le dice, y donde tanto el murciélago de Ciudad Gótica, Batman (Ben Affleck), como el ser de Krypton, Superman (Henry Cavill), coexisten con sus reglas en un espacio ligeramente más coherente que el multiverso Marvel, sin protagonizar una historia tan banal; que habiendo rebasado el estadio de la ironía de la genial Deadpool (2016, Tim Miller), estamos ante una gran ópera fílmica de estilo “caramelo para el ojo” que, en efecto, se disfruta de principio a fin gracias a la habilidad de Snyder, director de mérito al que nunca la Academia considerará para el Oscar precisamente por dirigir cintas tildadas de adolescentes.

Pero como Alan Moore (el George R. R. Martin de los cómics) lo dijo con molestia en su momento, estas películas son un fenómeno que rebasa la moda y ya no apelan a lo adolescente: son demasiado tortuosos, oscuros. La esencia, pues, de este filme es una pesadillesca fantasía sobre la asimetría de los conflictos contemporáneos.

Los cómics filmados evolucionan o involucionan de un título a otro. Igual que el superhéroe y sus exaltadas aventuras redentoristas exclusivas de la cinematografía hollywoodense. Batman vs. Superman es una variación del tema —otra más— pero ahora Superman es un héroe esencial: extraterrestre puro antes admirado, hoy da miedo por su invencible poder absoluto (en Superman III [1983, Richard Lester] él mismo era su némesis ante la ausencia de súper enemigos). Enfrenta por eso a un héroe secundario, Batman, carente de poderes. Patológico vengador anónimo con disfraz, sus habilidades son tecnológicas y económicas (es el millonario Bruce Wayne). Eficaz a pesar de sus limitaciones físicas, casi no puede con Superman. Casi. Para superar sus diferencias y resentimiento vendrá en su ayuda una heroína mítica, una amazona, la Mujer Maravilla (la bella Gal Gadot d’Coria, de espigada sensual figura, sin ser voluptuosa como en los cómics, buena actriz que anuncia cómo será Wonder Woman [2017, Patty Jenkins]). El belicismo machista de Batman vs. Superman obtiene un equilibrio con la sutileza femenina de Diana Prince (“nunca has conocido una mujer como yo”: a qué dudarlo).

El principio fútil enfrentamiento de Superman contra Batman (quien tal vez debió pasar por lo que hace años Frank Miller y Darren Aronofsky imaginaron: ser un vagabundo vestido con harapos que vive en la indigencia urbana para comprender qué diablos significa esa frase hecha de “sed de justicia”), confirma la condición del héroe contemporáneo sine qua non para alcanzar la lucidez ante la asimetría de la catástrofe asequible.

En este caso la debacle fuera de proporción es provocada por Lex Luthor (Jerry Eisenberg divirtiéndose en grande con su look hipster), como perfecto terrorista sociópata, enemigo interno que utiliza mal la ciencia (como en la vida real, representa la premonición de una guerra donde el ejército sería inútil y sólo las individualidades funcionarían trabajando en equipo y así salvar a la humanidad; de hecho sólo a EU).

Este filme de magistrales dimensiones granguiñolescas Batman vs. Superman diserta sobre las íntimas contradicciones del superhéroe fílmico, cuando actúa en una arena con violencia real y más política de lo que parece. Porque enfrenta ese fantasma que recorre al mundo en busca precisamente del origen de la justicia.

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