En América Latina circula un fantasma que todos ven y soslayan sistemáticamente, las iglesias involucradas en los procesos electorales y los candidatos rodeándose de símbolos religiosos para legitimarse. Paradójicamente, los sistemas políticos electorales prohíben en muchos casos la participación activa del clero en las candidaturas políticas, incluso con rango constitucional. El Derecho Canónico prohíbe a los sacerdotes católicos ser candidatos en los procesos electorales y sindicales (Canon 287-2); asimismo, tienen prohibido aceptar cargos públicos que impliquen algún tipo de potestad civil (Canon 285-3). ¿Entonces, donde está el problema? Un paradigma de la antropología clásica es que aquello que se prohíbe sistemáticamente, tiene prohibiciones precisamente porque se viola consistentemente.

La antropología política considera que tienen poder todos los sujetos que poseen capacidad de influir en el comportamiento de las personas, y asimismo debemos diferenciar entre poder formal y poder informal. El poder tiene varios componentes, uno de ellos es la construcción de consensos en la perspectiva de la legitimidad del mismo. Si el poder no logra construir consenso que le otorgue legitimidad, tiene que ejercer control, esto implica cierta violencia o coerción sobre determinados actores. Habitualmente el ejercicio de la violencia del Estado es visto como parte inherente al mismo. Sin embargo, quien ejerce el poder formal puede perder consenso en la sociedad y esto puede llevarlo a la pérdida de legitimidad y transformarse en una estructura autoritaria. Los Estados “inteligentes” cuidan y tratan de evitar la pérdida de legitimidad por la aplicación no apropiada del “ejercicio legítimo de la violencia” del Estado.

El poder informal se refiere a actores sociales que tienen capacidad de incidir en el comportamiento de las personas, pero dicha incidencia no está basada en una autoridad derivada de un poder de Estado, por el contrario, su capacidad está basada en cierto prestigio que tiene el sujeto (individual o colectivo) en la sociedad. Al igual que el caso anterior, la legitimidad de las acciones está relacionada, tanto con la cuestión considerada socialmente pertinente como con la capacidad del sujeto de otorgar pertinencia a la propuesta.

Las iglesias se involucran en los procesos políticos y las cuestiones electorales basándose en un concepto genérico del “bien común” y estas instituciones se presentan como particularmente desinteresadas o al margen de los beneficios de dichas acciones, definiéndose como “la voz, de quienes no tienen voz”; se presentan como interlocutores válidos que actúan a nombre de grupos sociales no formalizados pero socialmente significativos. Esta representación asumida, y a veces asignada, los transforma en intermediarios de poder, entre los grupos sociales que se proponen representar y quienes ejercen el poder formal. Las iglesias también pueden presentarse como interlocutores válidos frente a factores de poder real, como instituciones y organizaciones: los empresarios, las instituciones de salud, educativas, el sistema judicial, entre otros.

Los políticos suelen pedir a las iglesias, particularmente la Iglesia Católica, el ejercicio de esa capacidad de interlocución con los grupos sociales para establecer vínculos que les permitan fortalecer su inserción social, a la vez que tratan de consolidar relaciones “clientelares”: entendiendo a estas como un “intercambio de bienes y servicios por apoyo político y voto” (Schröter, 2010:143) las cuáles permiten incidir en situaciones que los políticos requieran. Apoyándolos en ciertas iniciativas, en actos y movilizaciones y por supuesto en las elecciones. ¿Qué le ofrece el “sistema” a las iglesias?: acceso a ciertos servicios en forma prioritaria, impunidad frente a acusaciones de excesos de los ministros del culto y otros privilegios, además de la capacidad de control sobre segmentos del Estado, como el sistema educativo y ciertos aspectos de la salud y la Asistencia Privada, en la penalización de comportamientos sancionados por las iglesias, por ejemplo. Esto puede complementarse con “regalos”, como automóviles de lujo, pasajes de avión en primera clase y cuestiones similares, que son financiadas con nuestros impuestos.

¿Qué ofrecen las iglesias? Su capacidad de incidir en amplios sectores sociales defendiendo ciertas propuestas o acciones poco populares y por supuesto, el respaldo a los candidatos que lo soliciten, a cambio de la consolidación de relaciones clientelares en un esquema de redistribución, enmascarado como reciprocidad. Los políticos ceden bienes y servicios que no son propios, sino patrimonio público y su empleo en muchos casos no es legítimo y las iglesias comprometen el comportamiento de sus feligreses, sin que estos sean conscientes ni menos informados ni consultados de los acuerdos.

¿Qué buscan los políticos?: Legitimar sus acciones mediante un respaldo eclesial y contar con grupos clientelares que pueden en un momento respaldar sus acciones.

¿Qué les interesa a los candidatos políticos? Además de lo anterior: lograr un apoyo clientelar de una porción del electorado y construirse una imagen del “candidato temeroso de Dios” que le permita configurar una “imagen” accesible a la comprensión popular y obtener respaldos de sectores más amplios que están fuera de la relación clientelar.

El concepto de candidato “temeroso de Dios” surgió de nuestras investigaciones, preguntábamos si les parecía importante que “el candidato ganador fuera creyente”. Esta pregunta la hacíamos debido a que en 1997, por primera vez, un candidato importante (C. Cárdenas) afirmó públicamente que no era creyente. Era ya común que los candidatos decían mecánicamente que eran católicos, y que estaban por la “separación estado-iglesia”. Los medios nos interrogaban sobre que implicaciones tenía esta afirmación de prescindencia en materia religiosa. El Ing. Cuauhtémoc Cárdenas ganó el Gobierno de la ciudad de México.

El resultado de la investigación dejó varias sugerencias: dos tercios de la población afirmaban que no tenía nada que ver y se pronunciaban por una separación estricta entre lo religioso y lo político. El último tercio planteaba que era importante, pues dados los índices de impunidad, si fueran creyentes al menos tendrían miedo a la justicia divina y serían menos corruptos y ladrones. En las elecciones de 2000 y 2003 los resultados se repitieron y le agregamos otra pregunta: ¿qué nos puede decir sobre la educación religiosa de los candidatos?. Nuevamente, dos tercios decían que no la conocían y el otro tercio volvía sobre temas similares, en torno al temor del castigo divino, como única forma de contención a los corruptos. En el 2003 se le agregaron otros comentarios, en el sentido de que los candidatos habían empleado lo religioso en sus campañas como una estrategia para obtener votos. El caso de Vicente Fox, quien iba a misa cada vez que podía en el desarrollo de la campaña electoral de 2000 y con sus acciones ya como presidente, mostró que no se diferenciaba de los anteriores.

La conclusión de estas investigaciones fue que lo religioso estaba incluido en ciertos modelos de toma de decisiones de los electores. Sin embargo, los ciudadanos diferencian en la cuestión religiosa lo sacramental de los valores. Los evangélicos son más precisos y consideran que lo sacramental es un cumplimiento “vacío de contenidos y fariseo” de las enseñanzas divinas y que sólo el testimonio de vida es digno de tomarse en cuenta. En esta perspectiva existe un número creciente de ciudadanos que desconfían precisamente de aquellos que hacen ostentación de algo, que debería brotar del fondo del corazón. Es de los dientes para fuera afirman, considerándolos hipócritas.

Los candidatos deben convencer a los ciudadanos que tienen internalizada una escala de valores adecuada para el ejercicio de la función pública y que están dispuestos a aplicarlas enfrentando las tentaciones. Las sociedades y particularmente los jóvenes han desarrollado un espíritu crítico que los lleva a desconfiar de las afirmaciones y hacen énfasis en el testimonio. Que el personaje vaya a misa ya no es suficiente.

Profesor investigador emérito ENAH-INAH.
Investigador Nacional nivel III

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