La sociedad mexicana en definitiva no confía en sus instituciones públicas. Esto, aunque no sea sorpresa para nadie, se ha evidenciado claramente a lo largo de los últimos días, en los que en medio de la desgracia y la devastación ocasionadas por el terremoto del pasado martes 19, la sociedad, a través de redes sociales y organizaciones civiles, se muestra recelosa, desconfiada y en suma renuente a que sean las instituciones gubernamentales las que se encarguen de almacenar y distribuir la ayuda donada por la ciudadanía.

Lo cual, a la par de que miles de ciudadanos de todas las edades y estratos sociales se han empoderado en el manejo de la actual crisis y están volcados en apoyar de distintas formas a los damnificados de la capital y de los estados afectados, es triste indicativo del altísimo nivel de rechazo, enojo y desconfianza de la toda sociedad hacia sus funcionarios.

En Morelos, por ejemplo, como ha consignado ayer y hoy EL UNIVERSAL, surgieron en días pasados serios señalamientos de que funcionarios e instancias del gobierno estatal estaban confiscando la ayuda llegada de otros estados, supuestamente para reguardarla y distribuirla conforme se necesitara. Diversos actores, sin embargo, acusan el uso político de estos apoyos y que el gobierno estatal pretende colgarse la medalla por los mismos.

Desde luego, el argumento de que es la autoridad la que debe administrar la ayuda es razonable. Es su labor y es la propia autoridad la que cuenta con los medios para gestionar de manera más eficiente las toneladas de víveres y medicinas que la generosidad de la sociedad mexicana ha hecho posible juntar. No obstante, justo por el estado de cosas en nuestro país, por el profundo desgaste institucional, el enorme desprestigio de los políticos, el tufo a corrupción que todo lo baña y la incredulidad de la ciudadanía ante todo lo que huela a gobierno, hace más que entendibles estas manifestaciones.

La sola acusación de que el gobierno presenta a los afectados recursos donados por la sociedad como “generosidad” gubernamental debería, primero, causar vergüenza a esos servidores públicos, pero también poner en la lupa la importancia de transparentar el uso de la inmensa cantidad de recursos que la gente está enviando a los damnificados.

En medio de la tragedia que hoy vivimos es inadmisible que los políticos pretendan hacer proselitismo. Menos aún que se adjudiquen como suyos recursos que provienen de la gente. Y ya no hablar de la posibilidad de que dichas ayudas acaben no llegando a su destino. Eso sería simplemente infame.

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