Las nutridas marchas LGBTTTIQ alrededor del mundo me dejaron pensando en lo mucho que se ha avanzado desde que la represión policial de Stonewall, hace 50 años, cohesionó a diversos grupos hasta entonces clandestinos, y los hizo salir a una lucha abierta para reivindicar sus derechos ante la política, la sociedad, y abrirles paso en sus relaciones familiares y personales.

En nuestra sociedad, machista por excelencia, se han ido dando pasos en esa ruta, no sin resistencias. El matrimonio igualitario y los derechos surgidos en estas familias han avanzado en su reconocimiento legal y jurisprudencial, aunque muchos congresos estatales todavía muestren grandes resistencias. Las políticas públicas han tenido que evolucionar desde decisiones francamente retrógradas y discriminadoras, como aquella del metro en 2011 que pretendió hacinar a gays y lesbianas en sus últimos tres vagones, hasta las de la actualidad, que han buscado integrarlos a posiciones de gobierno en cargos de primer nivel.

Aún así, hay muchos pendientes. Acaso el mayor es el cambio cultural para normalizar una convivencia basada en la libertad, la tolerancia y el respeto a las diferencias, partiendo de que el amor es un sentimiento cuya fuerza tiene la capacidad de penetrar e incidir en todas las relaciones humanas, con independencia del género. El otro es el familiar, en donde los padres deben tomar conciencia de la importancia del dialogo y la guía a sus hijos para que los enseñen a desarrollar su propia personalidad, su imagen, y sus relaciones personales sin las clásicas imposiciones sexistas todavía extendidas.

Hace días el Senado aprobó lo que se espera sea una reforma constitucional para beneficiar a quienes tengan una enfermedad terminal con cuidados paliativos. Auspiciado desde 2008 con la Ley de Voluntad Anticipada del DF, tengo la sensación de que se perdió una gran oportunidad para reflexionar sobre los alcances del derecho a una muerte digna, y avanzar las premisas constitucionales que permitan incorporar en el futuro al testamento vital y la eutanasia.

El tema es si el Estado puede seguir decidiendo hoy válidamente que únicamente podemos morir por causas naturales, o por acontecimientos imprevisibles, sin permitir que los que somos dueños de esas vidas, acordemos darlas por concluidas cuando las mismas ya no tengan viabilidad, o cuando mantenerlas suponga pasar por un trance familiar exacerbado por múltiples sufrimientos y costos económicos.

Consiste en reivindicar el derecho a expresar una voluntad tomada en absoluta libertad y con plena consciencia sobre nuestra propia muerte, o, incluso, abrir la posibilidad para que si ya no estamos en posición de decidir, nuestros familiares más cercanos puedan tomar cartas en el asunto y dar las instrucciones necesarias. Finalmente, la ola de amparos promovidos con motivo del aeropuerto de Santa Lucía y de Texcoco, ha desencadenado pronunciamientos gubernamentales que sostienen que detrás de sus impulsores se esconden oscuros intereses que buscan paralizar las obras.

Nadie que haya detentado el poder ha sentido el menor grado de afección hacia el amparo, ya que desde la lógica política existe la tentación de decidir siempre con total discrecionalidad y sin que nada se interponga a sus deseos. Desde la jurídica, el amparo se ha erigido como la más importante garantía concebida para que quienes gobiernan no puedan hacer lo que quieran, cuando quieran y como les plazca, sino únicamente lo que les permite el ordenamiento jurídico, en las formas que prescribe.

Es verdad que en el PJF hay problemas de corrupción, como lo han reconocido importantes miembros de la Judicatura, pero de ahí a sostener que dichos amparos solo se explican dentro de una lógica de contubernio es, por decir lo menos, desafortunado. La Judicatura Federal se ha instalado como primer muro de contención frente a los excesos. Si detrás hay una estrategia, bienvenida sea. Nada mejor que organizarse por la defensa de las libertades.


Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.
@CesarAstudilloR

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