Nadie duda de que la legitimidad presidencial obtenida en las elecciones ha sido concebida como la delegación de un profundo poder transformador que ha concentrado en el presidente todas las expectativas de cambio, con autoridad suficiente para modificar nuestra lacerante realidad.

Las necesidades de cambio son tan profundas y urgentes que han obligado a avanzar rápidamente, en el entendido de que la sobreexpectativa generada podría verse comprometida por la caducidad sexenal; y la esperanza prometida, traducirse en un amargo desencanto social. No se puede objetar que la inmediatez es relevante para materializar las promesas de campaña, pero puede ser contraproducente si los cambios no encuentran un espacio propicio para la reflexión y el diálogo.

En el Legislativo se han tomado algunas medidas para adelgazar la obesidad burocrática que caracterizó a los gobiernos anteriores. Las reformas que se proponen a la Administración Pública Federal caminan por una ruta similar. Buscan racionalizar la administración y el uso de recursos públicos, pero, sobre todo, alinear sus dependencias a los compromisos adquiridos, para que desde el primer minuto del 1 de diciembre, el nuevo gobierno inicie sus funciones con instituciones orientadas hacia los objetivos de la cuarta transformación de nuestra vida pública.

Sobre el Poder Judicial de la Federación existen ahora cuatro iniciativas de reformas, las cuales buscan incorporar la paridad de género como principio rector de la carrera judicial, atajar el nepotismo y el déficit meritocrático, romper con el sistema de relaciones clientelares que se fomentan mediante la poca rotación de sus integrantes, e introducir mecanismos de control de confianza con el objetivo de reducir la corrupción. Los órganos constitucionales autónomos no están al margen de esta vorágine. Existen iniciativas que pretenden incidir en el ámbito de actuación del INE y algunas otras propuestas sobre el Inai y el INEE que aun no se plasman en papel.

Más allá del mérito de estas propuestas, preocupa el nulo diálogo institucional entre el Congreso y dichas instituciones. Es verdad que muchas de ellas han dado muestras de no estar dispuestas a acometer a su propia transformación mediante impulsos propios y que se encuentran cómodamente instaladas en un statu quo que rechaza sistemáticamente las injerencias indebidas, pero también las justificadas, bajo el argumento de que vulneran su autonomía e independencia. También lo es que el Congreso está urgido por tomar en sus manos la forja de nuestro nuevo destino, por evidenciar que está legitimado para ejercer su poder transformador e instaurar las señas de identidad del nuevo gobierno al interior de todas las instituciones.

Esta forma de proceder, sin embargo, no justifica ni el silencio ni el avasallamiento. La celeridad que busca imprimirse a la fase preparatoria del cambio de gobierno no puede, bajo ninguna circunstancia, eliminar al diálogo como uno de los principales reductos de civilidad política que nos queda. Pero para que ese acercamiento se produzca es menester que las instituciones y sus titulares dejen de ser concebidos como adversarios a combatir y derrotar.

Los votos obtenidos no le confiaron al Congreso ninguna función de desmantelamiento institucional, ni poder alguno para hacer sucumbir a su propia visión a las instituciones autónomas y los demás poderes públicos. Más bien, le entregaron una capacidad de renovación desde una lógica democrática que rescate el patrimonio institucional forjado, y cambie lo que tenga que cambiar sobre la base de diagnósticos, deficiencias, condicionamientos, resistencias e indefiniciones detectadas en común.

No creo que ninguna de nuestras instituciones se rehúse a la cooperación. Si se abre una etapa de diálogo estoy seguro que nos sorprenderemos de todo aquello en lo que existirá convergencia y consenso. Al ser convocadas, se sentirán escuchadas y parte de las decisiones, las compartan o no. Pero si se sienten excluidas, no nos sorprenda que las combatan por todos los medios posibles.

Nuestro país está necesitado de instituciones fuertes y democráticas. No veo otra salida que un acuerdo que rescate la importancia de contar con instituciones efectivamente portadoras de un cambio político y social de fondo, pero que dicha transformación no se realice a costa del sacrifico de los necesarios contrapesos políticos y las libertades individuales. Armonizar estas expectativas es acaso el mayor reto que tiene que afrontar el gobierno de Morena.

Académico de la UNAM

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