Durante décadas, un título como el de esta columna hubiese inmediatamente conjurado el añejo conflicto israelí-palestino. Pero hoy, sin menoscabo del papel que esta disputa a fuego lento juega para la estabilidad regional y seguridad internacional, es el escalamiento de tensiones entre Arabia Saudita (sunita) e Irán (chiita) lo que en 2017 -y particularmente en semanas pasadas- amenaza con convertir una guerra fría regional en un conflicto abierto.

La secuela de tensiones más recientes fue detonada hace tres semanas por la renuncia sorpresiva -anunciada desde Arabia Saudita- del primer ministro libanés, Saad al-Hariri (reinstalado hace cinco días por presión europea). Se presume que Riad lo obligó a dejar el cargo en reacción a que Hariri, un aliado de los saudíes, otorgó a Hezbolá, el grupo chiita financiado y apoyado por Teherán, espacios en el gobierno de Líbano. Horas después en Yemen, los rebeldes houthi respaldados por Irán y que buscan derrocar al gobierno yemení, lanzaron un misil balístico hacia el aeropuerto de Riad. Arabia Saudita inmediatamente acusó a Irán de perpetrar un "acto de guerra", el mismo día que el rey Salman convocaba a Mahmoud Abbas, presidente de la Autoridad Nacional Palestina, a una reunión. Ello levantó sospechas de que Abbas también estaba siendo presionado por Riad después de que llegara a un acuerdo para compartir el poder con Hamas, el cual es respaldado por Irán en la franja de Gaza.

Durante años, Riad vio disminuir su influencia regional, mientras que Irán parecía fortalecerse de manera incremental, incluso rompiendo el cerco impuesto por Estados Unidos y Europa a través del acuerdo nuclear de 2015. En los últimos 18 meses, los aliados de Teherán en Irak y Siria, incluido el presidente sirio Bashar al-Assad, alcanzaron una serie de victorias relevantes mientras que el respaldo saudí a la fallida rebelión siria se disipaba como el humo. Ansioso por recobrar influencia en la región, Arabia Saudita ha intensificado este año sus esfuerzos diplomáticos con líderes chiitas en Irak y establecido cabezas de playa en zonas sirias controladas por kurdos, desde donde podría articular una nueva ofensiva para contener a Irán. Pero acciones recientes –incluyendo la “limpia” con el arresto de la cúpula económica y política saudí- muestran que Mohammed bin Salman, el poderoso y joven príncipe heredero al trono, podría estar virando -junto con su aliado, los Emiratos Arabes Unidos- hacia un enfoque más proactivo y militarizado encaminado a cambiar la ecuación geopolítica y geoeconómica de la región. Este esfuerzo saudí-emiratí, que lleva cocinándose ya tiempo, emana de la convicción patente de que Irán los tiene a ambos aprisionados en una pinza chiita y que es necesario quebrarla. Es una estrategia que abarca Siria, Libia, Yemen, Palestina y Catar, país que ya fue blanco de los primeros embates de este esfuerzo mediante un embargo orquestado por la mayoría de los países del Golfo Pérsico. Estas maniobras, repentinas y ciertamente desestabilizadoras, aumentan la posibilidad de renovados brotes de conflicto subregionales. Y el aderezo a todo esto es el aliento que Riad ha recibido de Donald Trump, potenciado por una política exterior estadounidense ausente, sin rumbo, impredecible y obsesionada con borrar los avances alcanzados por Barack Obama con respecto al congelamiento del programa nuclear iraní.

Con su afinidad mutua por canceles, grifos y retretes dorados, su preferencia por regímenes autoritarios y plutocráticos y la confluencia de intereses privados con los intereses de Estado, Trump y la monarquía saudí parecen ser en este momento una pareja perfecta en la región. Pero además, la política exterior -si así se le puede llamar- que emana de la Oficina Oval ha colocado a EU de manera notoria del lado sunita en el combustible conflicto sunita-chiita que consume al mundo musulmán. El primer viaje de Trump al extranjero fue precisamente a Arabia Saudita, en gran parte porque Riad iba a formalizar cartas de intención para la adquisición de $110 mil millones de dólares en armamento estadounidense. Y es que dependiendo de qué tipo de luz verde haya recibido Mohammed bin Salman por parte de EU, una Arabia Saudita decidida a jugar un papel regional más agresivo en el Golfo Pérsico –en Yemen y para repeler a Irán- y Medio Oriente en general –sobre todo en Líbano y Siria- podría arrastrar a la región en su conjunto, incluyendo a Israel, a un conflicto explosivo. La intervención en Yemen estaba concebida para demostrar la capacidad saudí para contener y revertir el papel de Irán en la región. Sin embargo, ha sucedido lo contrario: el papel iraní se ha expandido y el conflicto se está regionalizando. La zona no puede soportar más turbulencias, sobre todo en un momento en el cual la política exterior estadounidense navega al pairo.

 Consultor internacional

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