A mi abuelo, Lluís Casamitjana

“Nos, que somos tanto como vos y todos juntos más que vos, juramos a vos, que no sois mejor que nos, aceptaros como nuestro rey y soberano, si juráis los fueros y observáis nuestras libertadas; y si no, no”.

Así prometían los súbditos de la confederación catalano-aragonesa lealtad a su monarca en la Edad Media. Ese “…y si no, no” palmario refleja en muchos sentidos la génesis del conflicto que hoy afronta el gobierno español con Cataluña, cara al referéndum de independencia convocado por el gobierno catalán para este próximo octubre 1 y que, de obtener una mayoría, detonaría en automático un proceso de secesión.

La larga lucha contra el terrorismo de ETA fue durante décadas el reto más serio al Estado español. Pero hoy es Cataluña, por mucho tiempo señalada como un modelo de nacionalismo de minorías, la que busca escaparse de lo que fue, a raíz de la transición democrática, el regazo plurinacional de España y una identidad dual. El catalanismo fue solidario con el proyecto de la España democrática, moderna y europea, y fue punta de lanza de las campañas internacionales para su ingreso a la OTAN y a la Europa comunitaria. A cambio, Madrid apoyó el desarrollo del modelo autonómico de gestión y la normalización lingüística y de identidad catalanas. ¿Qué ocurrió para que estemos hoy parados ante una crisis impredecible y potencialmente caótica, y que empujaría a Europa hacia territorio ignoto? El actual impasse catalán proviene directamente del rechazo en 2010 de un nuevo proyecto de Estatuto autonómico, previamente aprobado tanto por los parlamentos catalán y español y vía plebiscito por los catalanes. El Estatuto otorgaba mayores poderes a Cataluña (con menos del 15% de la población, genera más del 20% del PIB y el 25% de las exportaciones en España), sobre todo en materia de contribuciones fiscales a Madrid, pero el Tribunal Constitucional de España -aduciendo que el preámbulo mencionaba a Cataluña como nación- lo tumbó. Esa decisión troglodita y lamentable de ir en contra de lo legislado y votado prendió la mecha a una situación política y social que de por sí ya se había enrarecido, como en el resto de Europa, por los efectos de la brutal recesión económica de 2008 y el hastío con los partidos políticos de “más de lo mismo”. Hemos palpado el sentido de fragmentación que se respira en Europa desde entonces. Escocia buscó dejar al Reino Unido, el Reino Unido ha dejado la Unión Europea, en otros países también se habla de dejar la Unión Europea y ahora Cataluña quiere dejar España. Pero el movimiento catalán tiene sus singularidades: es ante todo abrumadoramente pro-europeísta. Y ahí radica el dilema seminal para la UE. Los 7.5 millones de catalanes que hoy son ciudadanos de la UE dejarían de serlo por el hecho de que al separarse, Cataluña tendría que reingresar a la UE y España lo vetaría.

El separatismo tiene profundas raíces históricas y culturales en Cataluña; sin embargo, en menos de una década la causa del independentismo catalán se ha corrido de los márgenes de la sociedad y clase política catalanas al centro del escenario. El actual gobierno catalán es el primero en más de ocho décadas en impulsar abiertamente la secesión del Estado español. Pero el cambio más evidente ha sido en la calle. En años recientes, Cataluña ha sido testigo de algunas de las mayores manifestaciones en la Europa contemporánea, con cientos de miles (probablemente más de un millón en 2014) reclamando pacíficamente la independencia cada 11 de septiembre durante la Diada (el día nacional de Cataluña) en las calles de Barcelona. Para medir el pulso secesionista de un barrio o una ciudad, sólo hay que mirar hacia arriba para ver cuántas esteladas (la bandera independentista catalana) ondean desde balcones y ventanas. Y a diferencia de Escocia, donde de origen fue la clase política que empujó el carro de la independencia para que luego se subiera la ciudadanía, en Cataluña ha sido la clase política, ante el temor de quedarse atrás, la que tuvo que subirse al carro de la independencia conducido por la sociedad civil.

El presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, argumentando que el referéndum viola el marco legal y la constitución, se ha mantenido en su terca oposición a articular un mecanismo por el cual los catalanes puedan manifestarse libremente en contra o a favor de la independencia, como lo hiciera en 2014 el Reino Unido en un ejercicio democrático ejemplar y lúcido con el referéndum sobre la independencia escocesa. Confiado en que el repunte de la economía, la balcanización política catalana (que tristemente evoca lo que narra George Orwell en su Homenaje a Cataluña) y el desgaste de tres votaciones no vinculantes previas, harían recular al gobierno catalán, Madrid ha decidido, a contrapelo de Miguel de Unamuno, que es mejor vencer que convencer. Estar a favor de un referéndum no te convierte en independentista; te convierte en demócrata. Y no hay que olvidar que la demanda de los catalanes, a través de medios legales y democráticos para expresar su voluntad con respecto a un futuro político con España ha sido constantemente rechazada con una terquedad reaccionaria. Ello explica por qué cuatro de cada cinco catalanes apoyan el que se vote en un referéndum, más allá de si suscriben o no la independencia.

Confieso que escribo esto con sentimientos encontrados. De pequeño, y con el trasfondo de la represión de la dictadura franquista a la cultura y lengua catalanas, en casa se discutía, en catalán, la aspiración de autodeterminación de Cataluña para un día forjar su propio destino. Pero si pudiera votar el 1 de octubre, no sé en qué sentido lo haría. De entrada, como Einstein, considero que el nacionalismo de cualquier signo “es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad”. Temo que si Cataluña defiende su identidad como diferente a todos los demás, de unos frente a otros, corre el peligro de perder referencias para hacerse oír en el mundo. Su naturaleza cosmopolita, plural, tolerante y abierta, uno de sus más grandes resortes de bienestar, prosperidad y vitalidad cultural y social, podrían dar pie a la polarización y un ensimismamiento y parroquialismo preocupantes, que en algunas instancias, hoy ya se palpan. Es evidente, a pesar de la campaña lanzada desde Madrid para suprimir el voto, inspirar miedo y hostigar legalmente a quienes apoyan la celebración vinculante del referéndum, que Cataluña puede existir sin ser parte de España, pero difícilmente puede existir -sobre todo dada su vocación pro-europea- sin ser parte de la UE. Y Europa no quiere en estos momentos tener que lidiar con un proceso separatista a su interior.

Es cierto que al final del día, lo único que tendrían que hacer los catalanes es esperar al relevo generacional. Los catalanes más jóvenes están abrumadoramente a favor de la independencia. Y eso hace que un acuerdo pactado pueda ser más fácil ahora que en diez años; en veinte años podría ser imposible. Hoy está en juego no sólo el derecho del pueblo catalán a decidir y emitir un voto; también lo está el alma democrática de España, permitiendo el referéndum y abocándose a convencer –y no intimidar- a los catalanes de por qué es mejor quedarse que partir.

Consultor internacional

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