Han transcurrido 50 años desde aquella tarde fatídica en que la Plaza de las Tres Culturas devino La Plaza de las Sepulturas… Una tarde en la que una camarilla enferma, encabezada por el presidente Gustavo Díaz Ordaz, decidió suprimir de tajo un movimiento que con sus marchas, pancartas, carteles y pintas, cuestionaba la violencia estructural del régimen.

Aquella tarde, el ingreso inesperado de soldados a la plaza y los disparos contra la multitud de integrantes del Estado Mayor Presidencial (EMP) convirtió el entusiasmo juvenil en pánico; y hoy, medio siglo después, aún permanecen dudas. ¿Quién decidió mandar soldados ¡con bayoneta calada!, a acallar las voces de esos muchachos que reivindicaban “—con la indefensión de piedras, barricadas y cocteles molotov, frente al peso desatado del aparato represivo—, el derecho a vivir y sostener la democracia mexicana”? (Carlos Monsiváis en el prólogo a la obra de Sergio Zermeño México: una democracia utópica).

Las memorias del general Marcelino García Barragán señalan, sin asomo de dudas, la responsabilidad del jefe del Estado Mayor Presidencial, Luis Gutiérrez Oropeza, al disponer que algunos de sus hombres se ubicaran en varios edificios que rodeaban la plaza; los primeros en disparar. Pero, ¿y los soldados que ingresaron desde distintos puntos a la plaza, del Batallón Olimpia, a qué orden respondieron?

En ese escenario de tanta indignidad, sobresale la figura valerosa y digna del rector Javier Barros Sierra. Ante la ofensiva de calumnias que se desataron desde la Cámara de Diputados, como las del diputado Octavio Hernández que denunciaba: “ […] una conducta (del rector) que, por lo que hace a su pasividad tiene, a mi modo de ver, mucho de criminal, y por lo que hace a sus actos, muchos matices de delito...”, Barros Sierra presentó su renuncia ante la Junta de Gobierno de la UNAM; en ella denunciaba la violación de la autonomía universitaria y la campaña de ataques personales, de calumnias, injurias y difamación de la que estaba siendo objeto: “Es bien cierto que hasta hoy proceden de gentes menores, sin autoridad moral; pero en México todos sabemos a qué dictados obedecen”, denunció.

En aquellos días coexistían, con el “milagro mexicano” (una economía pujante, la educación pública como garantía del ascenso social y la creación de instituciones), las unanimidades forzadas, el charrismo sindical, los diputados abyectos…

Semanas antes del aciago 2 de octubre, el Consejo Nacional de Huelga (CNH) convocó a una gran manifestación silenciosa el 13 de septiembre. Los habitantes de la ciudad testimoniaron el paso de más de 250 mil manifestantes —estudiantes, fundamentalmente, pero también empleados públicos, trabajadores, campesinos y amas de casa— que en perfecto orden se desplazaron desde el Museo de Antropología hasta el Zócalo.

En uno de los tres discursos que se pronuncian en la plaza se dijo: “Esta marcha del silencio es la respuesta a la injusticia. Pueden todavía desatar la más brutal de las represiones, pero ya no nos doblegarán; no nos pondrán de rodillas. Hemos comenzado la tarea de hacer un México justo, porque la libertad la estamos ganando todos los días. Esta página es limpia y clara. Estamos demostrando que hay millones de mexicanos honrados dispuestos a llegar hasta el sacrificio”.

El 2 de octubre la violencia indiscriminada contra estudiantes, obreros, empleados, mujeres y niños, ahogó en sangre al movimiento. No fue, sin embargo, hasta el 4 de diciembre, cuando el Consejo Nacional de Huelga (CNH) difundió el Manifiesto de la Nación “2 de Octubre”, en el que ofreció su diagnóstico de la falta de libertades políticas para la mayoría de los mexicanos, con la concentración en pocas manos de la riqueza, con los vastos desequilibrios regionales, con un sistema impositivo injusto. En ese documento los estudiantes precisaron a su adversario: el carácter antidemocrático de las estructuras políticas; identificaron sus triunfos: “el abrir en el país una etapa de discusión, de crítica y de reflexión políticas; el demostrar que en México es posible movilizar a grandes sectores del pueblo; el haber acercado a través de las brigadas políticas a los estudiantes con el pueblo”, y definieron su aspiración: la democracia.

Posdata. Dejo en esta fecha un homenaje a Roberta Avendaño, La Tita, a Ana Ignacia Rodríguez, La Nacha, y a tantas otras compañeras y compañeros que hicieron tanto para conquistar libertades; batalla que, por desgracia, aún no termina.

Presidente de GCI. @alfonsozarate

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