Mal y de malas termina el año 2017, que dejará una marca indeleble de violencia y desigualdad, sólo opacada por la corrupción que horada todos los ámbitos de la vida pública.

El pragmatismo electoral de los partidos los ha conducido a construir frentes para mantener sus posiciones y privilegios, ajenos a la sociedad que dicen representar, e incluso a su propia militancia.

La restauración autoritaria vuelve por sus fueros. El PRI ha postulado a un candidato que no milita en sus filas, pero que, independientemente de las siglas, representa a la oligarquía y a la misma clase política que ha detentado el poder en las últimas décadas.

Para 2018 se atisba encono e incertidumbre: guerras de encuestas y campañas fincadas en el vituperio y la mercadotecnia, que anulan el debate de las propuestas y del cómo implementarlas.

Ha iniciado un proceso electoral que tiende a replicar la frivolidad en las contiendas, dejando a un lado definiciones fundamentales respecto a la confrontación entre visiones de país con intereses encontrados: el interés público sobre el privado, la apropiación privada sobre la apropiación social del territorio; entre el capital inmobiliario y la función social del suelo y de la propiedad; entre la explotación irracional de los recursos naturales y la preservación de los territorios de las comunidades originarias, entre el control clientelar; y la participación autónoma de los ciudadanos y sus organizaciones; entre la corrupción y el buen gobierno; entre los negocios ligados al poder y el derecho a una vida digna.

La cultura de la mercantilización disputa territorios y conciencias: individualismo contra comunidad, egoísmo contra solidaridad, competencia contra cooperación. Dos caminos distintos en un país fragmentado.

Nuevas amenazas se ciernen sobre las libertades que hemos alcanzado. A la entrega de nuestros recursos naturales, a la pretensión de privatizar el agua, a la violencia generada por la delincuencia se pretende entregar el control político y el mando sobre el territorio nacional a las fuerzas armadas mediante la Ley de Seguridad Interior. Una ley que obedece a la decisión del actual grupo gobernante para mantenerse en el poder cueste lo que cueste, aunque lo que cueste, sean nuestras propias libertades.

Esta ley viola la Constitución al militarizar una actividad reservada exclusivamente a la autoridad civil: la seguridad pública. Confunde los conceptos de seguridad nacional, seguridad interior y seguridad pública, al establecer que los asuntos de seguridad pública, como los delitos del fuero común, podrán ser considerados riesgos a la seguridad nacional.

La declaratoria de riesgo a la seguridad interior someterá a la población civil a la autoridad militar, la que podrá hacer investigaciones, allanar domicilios, intervenir comunicaciones electrónicas, decomisar equipos de cómputo o teléfonos celulares, y someterá a la autoridad local, al subordinarla al mando militar.

Nos despojaron de nuestros recursos naturales, nos robaron nuestro derecho a elegir a nuestros gobernantes, nos robaron la paz y la tranquilidad, al declarar una guerra absurda contra al crimen organizado, ahora nos quieren robar nuestras libertades y los precarios derechos que hemos conquistado. No a la Ley de Seguridad Interior.

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