De vez en cuando es difícil carcajearse. La risa, un espasmo involuntario ante lo ridículo —como cuando una ola arrastra a una soberbia modelo posando—, es el placer de uno ante la desgracia de otro. En ocasiones el cine de Maren Ade, Kenneth Lonergan o Cristi Puiu es, más que un placer malicioso, un reto. Entre las cenizas y las lágrimas se asoman sus gags, desafiándonos a tomar una decisión que, en la colectividad de la sala de cine, se agrava. ¿Me río o me aguanto? Pocas películas nos invitan tanto como las de estos directores a verlas solos. De lo contrario, ¿cómo reírse a gusto de los intentos de un inepto social por rescatar a su hija del mundo corporativo; de un hombre sin emociones intentando recuperar la sonrisa, o de la última noche de un viejo que transcurre en varios hospitales porque los médicos consideran que se merece su frustrante odisea por alcohólico?

Según recuerdo la filmografía del rumano Puiu, Sieranevada (2016) es la primera película en la que el director no sólo invita a la risa sino que la condona. Lary (Mimi Branescu), su protagonista —o al menos el más recurrente—, se carcajea de las absurdas escenas que atraviesan la cena en la que su familia planea homenajear a su padre, recientemente fallecido. Me parece una forma de reducir la vergüenza del espectador ante una situación y un tono tan serios. Si el hijo del muerto se ríe, por qué habría de censurarse la audiencia. En filmes anteriores como La muerte del señor Lazarescu (Moartea domnului Lãzãrescu, 2005) o Aurora (2010), la gravedad de las situaciones parecerían vacunar la experiencia contra el humor pero es difícil no encontrar la sátira, particularmente cuando aparecen los servidores públicos. En la primera, el comportamiento de los médicos, como de estudiantes en la hora del receso ligando o planeando su fin de semana, es risible. En la segunda, la forma en que los policías toman la declaración de un asesino serial es tan torpe como el habla de Woody Allen. Sin embargo, la ausencia de música y la sutileza del estilo cinematográfico parecerían decirnos que no hay nada de qué reírse.

Puiu suele filmar con un estilo casi documental. Su cámara se mantiene fija y sólo voltea hacia los lados y de arriba abajo. Cuando el director necesita reubicarla corta y muestra la siguiente imagen —bastante larga, por lo general— desde otro punto de la locación pero ni siquiera cambia de ángulo. Sin embargo sus tramas está obsesionadas con la frustración y en ello evidencian una tendencia a exagerar, heredada probablemente de Luis Buñuel. Si en La muerte del señor Lazarescu la fuente de los constantes fiascos era la burocracia hospitalaria, en Sieranevada la imposibilidad de cenar evoca el cruel humor de Buñuel en El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972). En ambas películas el deseo de sentarse a la mesa y comer es constantemente negado a los personajes. En ambas cintas hay una sátira social, pero mientras Buñuel decide agredir a la burguesía, en Sieranevada Puiu se empeña en atacar a los nuevos ricos de la Rumania moderna.

Lary conduce un BMW pero su madre vive en un complejo habitacional que apenas se salva de ser descrito como inhóspito. En el camino Lary es regañado por su esposa: se le ocurrió comprar un disfraz de la Bella Durmiente en vez de Blanca Nieves para una función escolar de su hija. Lary responde sin mucho interés y, conforme se encuentra con preocupaciones cada vez más triviales, simplemente se burla. La cena en homenaje a su padre y los rituales que la acompañan se suspenden varias veces conforme llegan miembros de la familia cada vez más problemáticos: de la oveja negra que da asilo a su amiga desmayada, al tío promiscuo que no soporta su vida sexual con una mujer tímida, las entradas y salidas de personajes son tan constantes y los estereotipos tan claros que podemos concluir que Sieranevada es una farsa que bien pudiera situarse en el teatro.

En sus mayores momentos, la película representa este caos con la posición de la cámara, que gira sobre su eje en un punto desde donde se ven todas las habitaciones del departamento y revela la simultaneidad de los melodramas en cada una. Es quizá la decisión de estilo más audaz de Puiu aunque, al mismo tiempo, el tono de la cinta es el más obvio. Si antes el espectador forcejeaba con sus propios prejuicios por reír o incluso por entender la trama, ahora es evidente que la intención es que se burle de la desastrosa reunión. A pesar de esto, Puiu logra retener el control para mostrar pasmo ante la belleza de los ritos fúnebres y las canciones cristianas, o para compadecer a Lary cuando recuerda la relación con su padre, que hoy lo hace sentir indiferente al éxito de su homenaje. Quizá ya no sea tan incómodo reírse en la última película de Puiu pero en ella la vida sigue siendo tan variada e impredecible como lo ha sido dentro y fuera de su filmografía. Ni historia ni crónica, Sieranevada es la imagen viva de una realidad casi irreal pero inmediatamente reconocible.

Si otros directores de la Nueva Ola Rumana como Cristian Mungiu, Cãlin Peter Netzer o Corneliu Porumboiu parecen obsesionados con el estado de su nación, Puiu, sin dejar de estar preocupado por lo mismo, alcanza una sensibilidad universal con su retrato de una familia disfuncional intentando convivir. Su estilo tan suelto no enfatiza los temas políticos, como en el caso de sus colegas, pero tampoco los abandona. La conspiración del 9/11, el atentado a Charlie Hebdo, la añoranza del régimen de Ceaușescu y el desprecio a él, enrarecen las conversaciones pero no definen los temas. Puiu nos ha ofrecido algunas de las experiencias cinematográficas más puras en los últimos años no con el objeto de contar o analizar ni mucho menos juzgar sino para hacernos mirar el mundo y descubrir en él los patrones de la experiencia humana y los infinitos significados que hay en los tiempos muertos. Con todo y las ligeras admisiones de artificialidad en su tono de caricatura creíble, Sieranevada no es una excepción sino un nuevo paso en la brillante carrera de Cristi Puiu.

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