Hace unos días revisé, por curiosidad, la filmografía de Meryl Streep. Ya creía saberlo pero ante los inobjetables datos de imdb.com, ni cómo dudar ya de que la sola razón para ver una película protagonizada por Meryl Streep es la propia Meryl Streep. En más de 70 filmes la gran actriz estadounidense sólo ha trabajado con unos cuantos autores notables, todos ellos hollywoodenses, salvo por Spike Jonze y Wes Anderson, con quienes hizo las películas más arriesgadas de su carrera. Con riesgo me refiero a la temeridad con la que algunas actrices  hacen de su cuerpo y su reputación las herramientas de su oficio, en vez de los tesoros de su dignidad. Como actor —y más todavía como actriz—, arriesgarse es traicionar la confianza de quien cree que su profesión es paralela a la del payaso. Si sale Will Smith —piensa el gran público— seguramente la película se parecerá a El príncipe del rap (The Fresh Prince of Bel-Air, 1990-1996), o ya de perdida a sus aventuras donde “yo” no es otro sino robot o leyenda. El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002) y El fantástico señor Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009) son películas más excéntricas que las que suele protagonizar Streep pero tampoco son comparables en riesgo a lo que han hecho algunas de las mejores actrices en Francia, de Catherine Deneuve a Juliette Binoche, pasando obviamente por Isabelle Huppert.

A juzgar por algunas de las actrices más populares en la actualidad, pareciera que en Hollywood Streep ya no es el modelo a seguir. Las generaciones que la han suplantado están en revuelta. Kristen Stewart demostró ser una actriz brillante y es ahora la musa del maestro francés Olivier Assayas; Natalie Portman alterna entre comedias populares y películas de autores como Darren Aronofsky, Terrence Malick y el chileno Pablo Larraín; Amy Adams no teme enajenar a la audiencia de sus películas de superhéroes con los personajes fríos o melancólicos que ha interpretado para Tom Ford y Denis Villeneuve. Pero, en mi opinión, ninguna ha ido tan lejos como Cate Blanchett.

La actriz australiana puede haber alcanzado la fama como la elfa Galadriel en la popular trilogía El señor de los anillos (The Lord of the Rings) pero bajo la dirección de Todd Haynes ha interpretado a una brillante versión de Bob Dylan y a una seductora madre de familia que explora su homosexualidad con una muchacha ingenua. Por si fuera poco, a lo largo de tres filmes Blanchett ya muestra una alianza inquebrantable con el hermético Terrence Malick. Pero si estos papeles muestran una indiferencia ante la posibilidad de enajenar a sus admiradores, Manifiesto (Manifesto, 2015), del artista alemán Julian Rosefeldt, es el máximo desafío de Blanchett: a lo largo de 13 secuencias donde interpreta a personajes distintos, la actriz más rebelde de Hollywood recita extractos de algunos de los manifiestos estéticos más provocadores que se han escrito desde el siglo XIX.

En principio la película suena como lo que originalmente era: una instalación en video de Rosefeldt, pero la destreza de la edición y la fotografía le dan un dinamismo notable que evita el tedio. La cámara raras veces permanece inmóvil y suele pasearse por las locaciones en Berlín para acompañar las recitaciones de Blanchett. Ya sea que se desplace hacia los lados en un taller de marionetas repleto de figuras históricas que incluyen a Adolf Hitler y John Lennon, o que se levante para asombrarnos con la inquietante soledad de un abandonado parque industrial, la mirada de Rosefeldt se muestra siempre curiosa e indispuesta a depender solamente de su protagonista. Los espacios, pareciera decirnos, son tan elocuentes como las palabras de Marx, Breton o Jarmusch.

La edición, como lo adelantaba, es también una pieza esencial del discurso de Rosefeldt. La mayor parte de la película se desarrolla de manera aparentemente simple, pasando de una secuencia a otra, pero a momentos regresa a algunas escenas y logra incluso transmitir cierto sentido del humor. Por ejemplo, Blanchett y su esposo e hijos interpretan a una familia que reza antes de cenar. La imagen conservadora y el acento tejano de Blanchett contrastan cómicamente con la apasionada vulgaridad del manifiesto I Am for an Art… de Claes Oldenburg. El alivio de la familia cuando la madre termina después de que se han atravesado otras secuencias sugiere el tiempo invertido en el ritual y extrae no sólo la risa del espectador sino también la solemnidad de la cinta. Lo que podría ser un frío objeto de museo se convierte, en las manos de Rosefeldt y Blanchett, en un experimento a veces vivaracho.

Pero, por supuesto, el centro de todo es su protagonista. Más que simplemente declamar manifiestos, Blanchett les da una intención apropiada según el tipo de personaje que interprete. Una anfitriona de noticiario nos expresa las palabras de Sol LeWitt como si nos estuviera anunciando la caída del dólar ante el euro. La reportera que aparece en vivo en otro cuadro —también interpretada por Blanchett— a veces vacila en busca de las siguientes palabras como si estuviera improvisando. Cuando una punk mezcla los textos de Maples Arce y Huidobro, el acento de Blanchett suena como los bajos fondos de Londres mientras su cuerpo parece poseído por un coctel de ira y drogas fuertes. La impresión general es la de un doblaje que nada tiene que ver con lo que se esté actuando. Podría pensarse que es meramente una ocurrencia de los creadores pero la decisión me recuerda un poco a Pina (2011), donde Wim Wenders nos muestra cómo las coreografías de Pina Bausch se escapan del teatro hacia las calles de Wuppertal. En el caso de Manifiesto, Rosefeldt parece decirnos que las palabras que cita Blanchett existen debajo de la cotidianidad. Quizá no las escuchemos con tal claridad en el mundo real pero es indudable que vivimos en las imaginaciones fracasadas de Marinetti y de Tzara: sus textos representan las voluntades que formaron el presente. Blanchett, una artista auténtica, nos las hace visibles.

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