Ya son varias las veces en que he sabido de alguien que compara Llámame por tu nombre (Call Me By Your Name, 2017) con La vida de Adèle (La vie d’Adèle, 2013). Es muy cierto que en ambas películas un personaje adolescente es seducido por otro un poco mayor. También es cierto que en ambas hay una relación homosexual y platónica, en el sentido de que un personaje se convierte en maestro del otro, pero estilística y temáticamente me parece que difieren mucho. La primera, dirigida por Luca Guadagnino, es una exploración de la belleza como imán de los sentidos y como fantasma omnipresente de la revelación erótica. La segunda, de Abdellatif Kechiche, es un intento naturalista de captar la realidad del amor ante nuestra miopía, que lo confunde con la atracción sexual. En ambas cintas se discute la discriminación pero en La vida de Adèle es un aspecto inevitable en una película de tres horas que se toma muy en serio su título. En Llámame por tu nombre se trata de un tema decisivo que nos remite a La habitación de Giovanni (Giovanni’s Room, 1956), de James Baldwin. En comparación me parece mayor el filme de Kechiche, pero eso de ninguna manera significa que Llámame por tu nombre no sea una hermosa obra de arte.

La trama, relativamente sencilla, cuenta el descubrimiento amoroso entre Elio (Timothée Chalamet), un intelectual adolescente con aspiraciones musicales, y Oliver (Armie Hammer), un joven académico estadounidense que se queda durante el verano en casa de Elio. Dice un proverbio popular que del odio al amor hay un paso, pero Llámame por tu nombre nos demuestra que en realidad se necesitan muchos. La película comienza con Elio en su habitación mientras espera la llegada de quien llama “el usurpador”. La primera impresión que tiene de Oliver es la de un hombre muy americano, es decir, sobrado de confianza en sí mismo, torpe para comer platillos foráneos y vestido para la aventura. Oliver, siempre erguido en sus bermudas y camisas abiertas hasta el pecho, apenas si nota la existencia de Elio. Pero las apariencias se desvanecen ante la convivencia y ante la naturaleza que les susurra.

Situada en Italia en los años 80, la película parece sugerir que la fuerte carga sensual del país algo tiene que ver con el romance entre los protagonistas. El diseño sonoro enfatiza los chorros de agua, el chapoteo delicado y las pisadas que allanan el pasto. Las imágenes, mientras tanto, nos ofrecen un mundo verdoso o azul de donde brotan efigies de la belleza humana. No por nada se cierra un pacto cuando el padre de Elio, un profesor estadounidense, invita a su hijo y a su nuevo amigo a ver una estatua descubierta en el mar. Al mirarla, los personajes parecen ansiosos de experimentar su belleza con el tacto. De alguna manera es una sublimación del deseo que tienen Elio y Oliver por tocar al otro, pero esto no llegará ni pronto ni fácilmente porque, recordemos, están en Italia. Y en los 80.

Durante la primera mitad de la película Guadagnino explora la culpa de sentir algo más fuerte que simpatía por una persona del mismo sexo que el propio. Si al comienzo Elio parece incómodo ante el choque cultural con Oliver, pronto es otra cosa la que lo inquieta. Ambos sienten culpa por atraerse y se repelen por turnos: Elio rechaza un masaje de Oliver, pero luego éste dice “Quiero ser bueno”, como si la bondad tuviera algo que ver con la represión.

La incertidumbre provoca un jaloneo discreto en el que, sin advertirlo, se mete Marzia (Esther Garrel), una amiga de Elio que siempre está atenta a él, pero que pronto se convierte en una manera de probar, ante las nuevas sensaciones, su orientación heterosexual. La escena más popular de la película nos muestra a Oliver bailando “Love My Way”, de The Psychedelic Furs, pero mientras la audiencia disfruta de ver a un Armie Hammer desinhibido, la intención real de Guadagnino es resumir la seducción renuente de los protagonistas como una danza. Oliver baila con una muchacha y la besa, desilusionando a Elio. Para mostrar su indiferencia, Elio baila con Marzia y al día siguiente habla frente a Oliver de lo que pasó después con ella. Cuando finalmente aceptan lo que sienten descubrimos que las víctimas también hieren: la inocencia es una ilusión que resulta de la inexperiencia en un mundo abocado a castigar. Judíos en comunidades cristianas, Oliver y Elio ya saben lo que es amar a Dios en tierra de indios.

Para lo mucho que nos dice con su película, Guadagnino nunca nos explica sus temas, es decir, es raro que alguien los mencione explícitamente o que los personajes caigan en una discusión didáctica donde le expliquen a la audiencia qué es bueno y qué es malo. Hay que observar a los personajes y ver en ellos nuestra torpezas y nuestros signos, como ellos se llegan a identificar entre sí hasta llamarse por el nombre del otro. Representar y entender el amor, nos demuestra Llámame por tu nombre, es haberlo sentido. En manos de un inexperto, el filme sería como una composición de Bach tocada por Liszt. Dirigida por Guadagnino, su película es una evocación a pesar de cualquier diferencia, entonces sí, como La vida de Adèle.

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