Siempre he pensado que Paul Thomas Anderson es un director prodigioso pero no necesariamente inventivo, es decir, su dominio del lenguaje cinematográfico es —o debería ser— envidiable para cualquier otro director, sin embargo sus técnicas, en conjunto, son más un  compendio de lecciones aprendidas en el cine de Kubrick, Scorsese o Hitchcock, que invenciones como las de sus maestros. Esto de ninguna manera es decir que Anderson no sea un cineasta brillante u original. Su forma de utilizar la música de Jonny Greenwood, de componer los close-ups y de dirigir los soliloquios de sus actores, revela inmediatamente su estilo. Pero a lo que iba con mi argumento es a que el cine de Anderson tiende a funcionar como una antología: las tramas y las imágenes nos remiten pronto a otras películas y en cada nuevo filme el director crea no sólo obras de arte sino breves recuentos de la Historia cinematográfica. Por esa razón pienso que El hilo fantasma (The Phantom Thread, 2017) es una de las obras definitivas de nuestro tiempo.

En poco más de dos horas, Anderson logra incluir buena parte de los principales arcos narrativos en el cine de romance. Del enamoramiento a la posesión, de la ilusión a la venganza y de la inocencia a la reconciliación pervertida, El hilo fantasma nos presenta el enlace erótico —aunque no sensual, porque jamás vemos sexo en pantalla y éste sólo se sugiere una vez— como un combate entre dos dictaduras muy distintas que se golpean como a cada una se lo dicta el signo entre sus piernas. La masculinidad domina con la presencia física, con las hostilidades de la voz y la mirada, mientras que la feminidad sustituye a la madre y le susurra de pie a un cuerpo tumbado por la fiebre. Lo sé, Anderson está recurriendo a estereotipos de género pero no es un mero capricho que su película se sitúe en la Inglaterra de los 50. El hilo fantasma es un lamento por las generaciones anticuadas, no una celebración del statu quo.

Todos estos temas se concentran en la historia de Raymonds Woodcock (Daniel Day-Lewis) y Alma Elson (Vicky Krieps). Él es un célebre diseñador de moda inglés. Ella es una mesera cuyo acento sugiere un origen extranjero. Desde el primer encuentro es evidente la división que va a fundirlos. Él no sólo representa a la clase dominante sino que tiene un carácter enamorado de la sumisión. Woodcock me recuerda inmediatamente al director alemán Rainer Werner Fassbinder: dictatorial, rodeado de mujeres subordinadas y capaz de adorar solamente a una: su madre. Es únicamente a esta figura a la que Woodcock es capaz de rendirse y, con el tiempo, Alma sabrá aprovecharlo. Pero mientras lo aprende, Anderson mostrará el carácter depredador de Woodcock, un hombre hambriento que espera con naturalidad que Alma cocine y le sirva.

El poder como ancla y tensión de las parejas fue un tema esencial en la obra de Fassbinder pero con destreza El hilo fantasma logra incorporar muchos más motivos y reflexiones en su narrativa. Al igual que en Happy Together (1997), de Wong Kar-wai, la enfermedad y el cuidado son una herramienta de coerción, mientras que las setas, el más fálico de los alimentos, regresan de ambas versiones de El seductor (The Beguiled, 1971, 2017) como un veneno y un signo de la toxicidad masculina. En Rebeca (Rebecca, 1940), de Hitchcock, el recuerdo de la primera esposa y la presencia de su leal ama de llaves atormentan a una muchacha ingenua, mientras que aquí el fantasma de la madre y la compasión de la cuñada le darán la vuelta a la convención. La posibilidad de un triángulo amoroso en las montañas evoca Blind Husbands (1919), de Erich von Stroheim. Insisto, ficción al tiempo que Historia.

Pero más allá de los triunfos del guión, Anderson logra mediante la técnica cinematográfica una de sus mayores películas, comenzando por la música de Jonny Greenwood, quizás el elemento más notable. En El hilo fantasma los silencios son pocos y calculados. La música, con su presencia operática, no orienta los sentimientos de la audiencia tanto como refleja la perspectiva desde la que se narra la trama. Con sus melodías que sugieren la elegancia y la comodidad de la vida aristocrática, Greenwood constantemente nos tararea el interior satisfecho de Woodcock. El sonido de las cosas opera de forma similar. Durante un desayuno Alma comienza a untar su pan tostado con mantequilla pero el ruido es más bien el de una varilla rayando la banqueta. Un chorro de café suena como un litro de petróleo, y todo porque el melodramático Woodcock siente que su concentración se desbarata con cada trivialidad que hace Alma en la mesa.

Anderson ha dicho en entrevista que intentó dirigir su propia versión de la citada Rebeca, pero pareciera que acabó filmando todas las historias de amor desde el mito de Pigmalión y Galatea, donde un rey se enamora de una estatua de Afrodita esculpida por él mismo. En una lectura probablemente exagerada, noto que el logotipo de la película incluye un signo del infinito. No puedo evitar preguntarme si Anderson nos está diciendo con El hilo fantasma que la competencia de los amantes se borda en la infinita tela de la recurrencia.

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