Cuando apareció el primer episodio de la nueva trilogía de Star Wars no dudé en atacar sus deliberadas correspondencias con el primer episodio de la trilogía original. En mi opinión —aunque no solamente en mi opinión—, la película de J.J. Abrams era un intento deliberado por complacer a la vasta audiencia cautiva de la franquicia. Como estrategia de mercado fue una decisión brillante. Con el fracaso de la segunda trilogía dirigida por George Lucas, la audiencia demostró que quería más de lo mismo y eso fue justamente lo que proveyó Abrams. Quien haya visto un comercial sabe que esta decisión es más o menos la misma que toman los publicistas al usar variaciones de temas musicales famosos. A veces no funciona muy bien, claro, como cuando de la canción , pero tampoco puedo decir que haya sido un fracaso: recuerdo el video y la marca. Abrams y la compañía detrás de sus decisiones, Disney, crearon una variación de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) con una historia prácticamente idéntica y un estilo visual prestado de los 70 para satisfacer la nostalgia de quienes crecieron con aquel filme. Fue un éxito comercial.

Empiezo a hablar de Blade Runner 2049 (2017) con Star Wars en mente porque su caso es el contrario. Su director, Denis Villeneuve, es probablemente el mayor artista haciendo cine contemporáneo en Hollywood. Sus primeras películas son divagadoras fantasías de ciencia ficción —una de ellas narrada por un pez— que revelan una imaginación transgresora, alcanzada con el tiempo no por la sumisión a las narrativas convencionales sino por una madurez que le permitió contar historias con mayor efectividad que muchos otros. Desde La mujer que cantaba (Incendies, 2010) la fórmula de Villeneuve —personajes resolviendo situaciones extremas, encuadres largos, giro en la trama— se ha ido refinando hasta llegar a las que me parecen sus mayores películas: La llegada (Arrival, 2016) y, claro, Blade Runner 2049.

En la taquilla la última película de Villeneuve no está teniendo el mismo éxito que otras secuelas de clásicos de hace 20 años o más. Creo entender por qué. Aunque el cine de Villeneuve sea melodramático, no es complaciente. A diferencia de Christopher Nolan, J.J. Abrams o Colin Trevorrow, Villeneuve elude elegantemente la forma hollywoodense, particularmente cuando se trata de la manipulación emocional. Nolan, por ejemplo, es exitoso porque sus películas muestran una habilidad nata para agitar los sentimientos de su audiencia. En su última película, Dunkerque (Dunkirk, 2017), buena parte de las escenas contienen impactantes y excesivos giros dramáticos mientras se dirigen hacia el mismo punto. Es la misma técnica de las escenas finales de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915), de D.W. Griffith. Villeneuve, más europeo en su sensibilidad, ha creado siempre narraciones más frías que exigen una participación activa del espectador. Su ritmo de edición es lento —de ninguna manera un insulto si recordamos que Bresson y Antonioni son lentos—. Los encuadres no se enciman con velocidad como en la mayor parte del cine comercial. Blade Runner 2049 tarda casi tres horas en contar su historia, a diferencia de la original Blade Runner (1982), de Ridley Scott, que es en ritmo y profundidad una cinta puramente hollywoodense, aunque bajo la inspiración europea de Metrópolis (Metropolis, 1927).

Mientras que el filme de Scott explora sus temas en no más de cinco escenas y dedica el resto del metraje a la narración de su trama, Villeneuve procura que en el suyo existan más momentos de profundidad temática. Es cierto que muchos asuntos, como la discriminación, el erotismo de los androides y la rebelión contra la muerte ya han sido explorados antes: Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001), Ella (Her, 2013) y la propia Blade Runner lo hicieron, pero me parece que Villeneuve logra reunirlos con habilidad y sin hacerlos a un lado en escenas que sólo deberían seguir contando la historia. Esto no es decir que Blade Runner 2049 sea mejor que su predecesora. Eso me parece imposible de definir. Me es más fácil comparar las películas dentro de la filmografía de un mismo autor o versiones distintas de la misma historia, como en el caso de secuelas que se rehusan a tener una identidad propia. Este no es el caso porque en muchos sentidos Villeneuve, en vez de rendirse a la visión de Scott, orienta su imaginación a la superficie una vez tras otra.

Si el filme de Scott se situaba en su versión retrofuturista de Los Ángeles, oscurecida por lo que parecía una noche interminable donde el sol cedía su papel a los anuncios electrónicos, Villeneuve procura evitarla y explora la periferia gris y una antigua ciudad del placer donde no queda quien recuerde las presentaciones de Elvis Presley o Frank Sinatra. Nada más quedan hologramas descompuestos que simulan fantasmas. La paleta de Villeneuve es mucho más amplia y prefiere los colores anaranjados y amarillos, no tan presentes en la primera película. Como buen heredero, el autor quebequense es respetuoso pero desobediente, y aunque no cancela el universo de Scott, lo expande. En Blade Runner 2049 hay regresos de personajes ya clásicos pero no esperaría nada menos de una secuela si incluso Stephen Dedalus, el alter ego de James Joyce, regresó en Ulises (Ulysses, 1922). Esto implica la inevitable presencia de la nostalgia pero no creo que se trate de un atractivo intento de revivir la infancia de los espectadores. Al contrario, la nostalgia se manifiesta como un héroe viejo y panzón que vive solo en un casino vacío. Más bien me parece que Villeneuve está atacando las grandes reapariciones del cine contemporáneo y rescatando un clásico menos querido que Star Wars.

No sobra decir que Villeneuve se distingue también de sus contemporáneos, entre otras cosas, por sus secuencias de pelea y de muerte. Aunque el tono de su filme es, por supuesto, melodramático, en las peleas no hay música que nos diga cómo sentirnos y los personajes no son madreadores invencibles. Al contrario, podemos ver su cansancio. Sus muertes son grotescas, feas. Los cuerpos caen con torpeza y sin planeación. En su tiempo Scott imitó a Sam Peckinpah con explosiones sangrientas en la piel de los replicantes y muertes en cámara lenta; en el nuestro Villeneuve defiende la originalidad de una industria cada vez menos fiel a ella con el vigor de un heredero incontrolable que se enfrenta a la publicidad y las mayorías. Su tentativa no me parece nada menos que heroica y su resultado, magnífico.

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