Si hay un mérito que destacar en The Last Jedi -el más reciente capítulo de la saga de Star Wars- es su espíritu transgresor a los convencionalismos de la mitología original creada por George Lucas. No en menos de una ocasión la película, cuya piedra angular es la eterna batalla entre el bien y el mal, cuestiona esa dualidad aceptando que el mundo (la galaxia) no puede estar compuesto únicamente por tonos blancos y negros.

Esta batalla por ser diferente está presente por toda la película: el villano de la cinta, supuestamente destinado a convertirse en el nuevo Darth Vader -Kylo Ren (Adam Driver)- duda estar a la altura de las expectativas; Luke Skywalker (Mark Hamill) acepta que los Jedi derivaron en una secta arrogante provista de fama pero al final fracasada, y la rebelión (cual izquierda mexicana) muestra su rostro más sectario cuando en plena crisis el Capitán Poe Dameron (Oscar Isaac) da golpe de estado para ejecutar el plan que él considera adecuado. Para rematar, un personaje secundario -Benicio del Toro como extraño heredero de la actitud de Han Solo- nos explica que ciertos contrabandistas de armas millonarios no sólo le venden al Imperio sino también a la Alianza Rebelde.

El bien y el mal en la era Lucas era un tema de linaje, de blanco y negro, de luz y oscuridad, pero en este nuevo Star Wars es un tema de decisiones que deriva en un mar de grises.

El espíritu parricida que estaba presente desde The Force Awakens continúa, brutalmente, en esta cinta. Pero como bien se ilustra en una de las escenas más enigmáticas de la película, no es sino un vil juego de espejos: Rey (Daisy Ridley) entra a una caverna donde su imagen se refleja al infinito; es la copia de la copia de la copia, y cuando intenta alcanzar lo que parece ser la última iteración de esa imagen, se encuentra con su mismo rostro de frente.

Rian Johnson parece prever el destino de esta saga: por más que lo intenten, no estamos sino haciendo copias de lo mismo, una y otra vez. Y al final, por más cambios, por más parricidios, seguirá siendo Star Wars.

Los primeros diez minutos de The Last Jedi son el resumen perfecto de lo que en esencia es La Guerra de las Galaxias: acción de primera línea, espectaculares efectos especiales, épicas batallas en el espacio, héroes de la clase trabajadora que enfrentan con arrojo y algo de arrogancia a un imperio militar que parece invencible, heroísmo a flor de piel, música de John Williams y mucho sentido del humor.

Es imposible no emocionarse. Cual oscuros alquimistas, Disney pareciera haber encontrado la fórmula secreta que hace operar a Star Wars y no dudará en aplicarla de aquí al infinito.

Son muchas las ambiciones de esta cinta. Claramente Disney necesita renovar la planilla de héroes, los originales ya están viejos, se les están muriendo. Urge posicionar a la nueva generación. El credo de Disney es el mismo de Kylo: “Let the past die. Kill it, if you have to”. Y es justo lo que están haciendo.

La lista de servidumbres que Rian Johnson debe cumplir es extensa. El hombre debe ser la persona más presionada del planeta: tiene como jefes a Disney, como lejano censor a George Lucas y como incisivo juez a un planeta entero de fans que juzgarán su película y que, de ser exitosa, detonará todo un juego económico a base de juguetes, playeras y un sinfín de objetos de merchandising. Son miles de millones de dólares en juego. No hay espacio para el error.

Como maquilador, Rian Johnson cumple y cumple bien. No importando la enorme cantidad de personajes, las varias subtramas, los muchos escenarios así como la gran cantidad de criaturas nuevas, el director logra que nosotros, el público, nos enganchemos rápido en la historia, nos emocionemos con los constantes giros de tuerca y no perdamos el interés en los más de 150 minutos que dura la cinta (la más extensa en la historia de Star Wars).

Conforme la trama avanza el guión comienza a trastabillar. Es entonces cuando se hace evidente que, aunque el texto esté acreditado a Rian Johnson, el director no asume la tarea como un autor sino como un efectivo maquilador, hábil para manipular emociones, jugar con la nostalgia así como manosear nuestros mejores recuerdos de la saga, pero que a la postre no es lo profundo y trasgresor como pensábamos. Johnson sabe acatar órdenes.

Con soluciones risibles, sacadas de la manga, Rian termina por cumplir con los ejecutivos pero no con la lógica básica de una cinta que carga una herencia de cuatro décadas. En su afán por vender el mismo producto a una generación ya no tan fácilmente impresionable, Johnson cumple en el terreno de la acción y la emotividad pero fracasa en hacer de esto algo inteligente.

La Star Wars original no se trataba de cine de ciencia ficción ni tampoco de fantasía galáctica, era cine independiente con una clara veta autoral. Hoy, la independencia financiera y autoral han muerto. Johnson acata las órdenes con cierta gracia e indudable oficio, pero no con un guión que cuente una trama, se trata más de crear eventos y situaciones que parecen espectaculares pero que al final construyen una película hueca, desesperada por sorprender, cínica en la manipulación de nuestra nostalgia (“Esos son trucos baratos”, le dice Luke a R2D2 cuando lo intenta chantajear de la forma más vil) y cuya única meta es perpetuar el juego de espejos, poner el mantel para lo que viene. Bussines as usual.

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