Primer paso. Imaginemos que usted quiere resolver cualquiera de los siguientes problemas: el famélico crecimiento económico, la añeja desigualdad social, la pobreza invencible, la corrupción extendida, la violencia y la inseguridad, la precaria calidad de la educación, el déficit en la cobertura de salud, el acoso contra las mujeres o el problema de la basura, el tráfico o el esparcimiento para los niños. Como se decía en secundaria: está en chino, es decir, son asuntos complicados, sea que se les vea uno a uno o más aún en conjunto.

La complejidad está dada porque muchos fenómenos inciden en cada uno de ellos, no existe una “bala de plata” que al dispararla pueda solucionarlos. Reclaman operaciones sofisticadas para atenderlos; es necesario activar recursos humanos, materiales, financieros y es posible que existan restricciones. Si a ello sumamos que varios de ellos están anudados, que el país vive en interdependencia económica, comercial, financiera, cultural, etc. con otros, que la revolución tecnológica y de comunicación abre posibilidades, pero impone también condicionantes, el asunto es peliagudo. No basta la buena voluntad.

Segundo paso. Imaginemos ahora que usted quiere encabezar la transformación del país, agarrar al toro por los cuernos y enfrentar sus problemas. En un marco democrático tiene que convencer a la mayoría de que usted es el indicado para tan desafiante tarea. Tiene que realizar una campaña atractiva, conectar con los votantes, ganar su simpatía e incluso su aprecio. Usted lo sabe, tiene que lograr la adhesión de millones. Se trata de un requisito indispensable. Se rodea de colaboradores, compañeros, asesores e incluso mercadólogos, expertos en campañas, y éstos le refuerzan lo que sabía o intuía: está obligado a establecer un lazo con los potenciales votantes y resulta imprescindible construir las claves de la contienda: un “nosotros” virtuoso y un “los otros” maligno, de tal suerte que los campos enfrentados sean claros. Y es menester simplificar los planteamientos para ser comprendido.

Simplificar se vuelve la herramienta. Buenos contra malos, pueblo contra mafia, liberales contra conservadores, honestos contra corruptos, y sígale usted. Nada de problemas estructurales, de obstáculos financieros, de cuellos de botella, de carencias técnicas o destrezas profesionales, de limitantes internacionales. Todo es un asunto de voluntad. Inexistente en el pasado inmediato, dice usted, rebosante en su propuesta.

Tercer paso. Imaginemos que ahora logró su objetivo. Ya gobierna. Pero resulta que la simplificación no fue solo una batería de consignas maniqueas, sino que expresan su visión de las cosas. La simplificación es su manera de encuadrar y darle la espalda a la complejidad. Esta última de hecho es expulsada con recetas elementales y burdas. No hay nada que estudiar, no hay pliegues ni contradicciones en la realidad, todo es sencillo, nítido, fácil de resolver. El simplismo retórico bueno para la campaña se ha convertido en simplismo como política de gobierno.

El “pequeño” detalle es que la complejidad no se puede exorcizar, no hay magia que pueda erradicarla ni voluntad, por más poderosa que sea, capaz de vencerla. Resultado: los problemas referidos son más pronunciados que en el pasado inmediato.

(Esta nota me fue sugerida por el libro de Daniel Innerarity. Una teoría de la democracia compleja. Galaxia Gutenberg. Barcelona. 2020, aunque el autor no tiene culpa alguna).

Profesor de la UNAM