El fin del sexenio de López Obrador sumido en una imparable ola de violencia, de abierta impunidad para los corruptos de casa y una exacerbada polarización está resultando caótico justo cuando se toca a la puerta de la elección del próximo 2 de junio.

La estabilidad política, la cohesión social y el funcionamiento del gobierno están en un momento sumamente frágil y delicado. Los diferentes actores políticos están intensificando sus enfrentamientos lo que dificulta la búsqueda de rutas donde prive la cordura y la urgente necesidad de distender un enrarecido ambiente.

El jefe del Estado mexicano que prometió una República amorosa para millones de ciudadanos termina su mandato gobernando para unos cuantos, relegando e insultando al resto de los mexicanos.

Su error de generalizar haciendo afirmaciones amplias y concluyentes basándose en una cantidad limitada de evidencia o en sus maníacas experiencias particulares lo llevaron al abuso del poder presidencial. Enfurecido por la manifestación pacífica de millones de mexicanos en la marea rosa empujó a la Sra. Taddei, cabeza del árbitro electoral, a exhortar a no usar el color rosa distintivo del INE. La falta de sentido lógico y de coherencia dibuja el cuadro absurdo de una imparcialidad y sumisión ante lo que molesta al presidente que ha perdido la brújula y el sentido de su investidura ante el crecimiento de una oposición y del agravio ciudadano aplastado por fracasos en materia de seguridad, entre otros.

Hay una inquietud latente en los ánimos sociales, empresariales y políticos. La construcción de una narrativa de fraude y/o de golpe blando no abona a la certeza (post)electoral que México necesita proyectar al mundo en estos tiempos aciagos domésticos y geopolíticos. El fantasma de un resultado adverso en las urnas ronda al interior de la burbuja del poder. La intromisión del crimen organizado —que pretende cogobernar seis años más— es una realidad inocultable.

Los asesinatos, ajustes de cuentas, violencia y amenazas contra decenas de candidatos/as sin importar el color partidista debería ser una alarma en los equipos de ambas candidatas a la presidencia. Es evidente que a López Obrador no le ocupa ni preocupa lo que consolida la percepción de tolerancia a los intereses electorales del crimen organizado.

La prospectiva para prever diferentes escenarios después de los resultados electorales debe estar ya en mesas para la anticipación de varias posibilidades, decisiones estratégicas y sus consecuencias. Una (previsible) jornada violenta, un árbitro débil, incertidumbre en los datos y la descalificación del proceso ocasionará otro tipo de movilizaciones ciudadanas que son de pronóstico reservado.

La próxima presidenta tiene el enorme desafío de garantizar en todos los niveles una transición ordenada, responsable, estructurada y sin interrupciones significativas. Tarea que hoy entre el estruendo de los tambores de guerra, el zumbido de las balas y un Ejecutivo creyente de un pensamiento único, el suyo, se ve difícil y lejana.

Lamentable para México donde millones de votantes apostaron aquel 2018 por un gobierno que no robara, no mintiera y no traicionara.

El desastre y caos en el que se ahoga el país azuzando además a grupos de choque para una clarísima desestabilización social, arrojan que el resultado futuro es altamente incierto y presenta un riesgo significativo de más complicaciones y deterioro.

Dudas que flotan. ¿Quién(es) se beneficia(n) y, si se subestima el ánimo ciudadano, ¿qué puede salir mal?

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