Al del cumpleaños, mole y su postre de postres: glorias de Linares; para los invitados, aguas frescas de horchata o jamaica, como cuando Luis Echeverría Álvarez gobernaba México y cuando había hasta para reyes, reinas, príncipes y otros grandes personajes del poder.

Por la tarde, la familia se reúne a comer con el patriarca en la casa familiar de San Jerónimo Lídice, Ciudad de México, a donde han llegado hijos, nietos y bisnietos. También amigos y políticos, aunque la mayoría llama por teléfono.

En la casa de Luis Echeverría, un recinto de tradiciones mexicanas en su mobiliario, enseres y utensilios, todo resulta ser nacional en raíz profunda.

Se han dispuesto tres mesas para unas 30 personas, en las que la composición, puede decirse, es una obra de arte.

En la cabecera de la mesa principal, un nicho de piedra está ocupado con vasijas de talavera. Hay una foto entrañable: el expresidente Echeverría baila con su esposa, doña María Esther Zuno Arce, quien aparece ataviada con un traje típico, tocado, aretes y collar, a la usanza veracruzana. Son los años del poder presidencial, cuando Echeverría tenía entre 49 y 54 años de edad.

Esta tarde, su esposa, fallecida en 1999, está presente en las conversaciones de la familia, en comentarios sobre la fotografía, y también, por ejemplo, en la estatua de bronce, donde está vestida de tehuana, traje que tanto le gustó y que por su voluntad fue así como la vistieron en sus honras fúnebres.

Doña María Esther Zuno Arce, a quien Echeverría recuerda que conoció de trenzas, sandalias y vestido tradicional, fue una mexicana de pura cepa que tuvo la colección más diversa de muñecas de confección artesanal.

Ese sello de la casa está en la mesa: mantel de papel picado verde, vajilla con ilustraciones de aves y jarras y vasos de vidrio del rústico mexicano. En punto de las 14:30 horas, hijos, nietos y algunos amigos reciben a Echeverría, el patriarca de los 98 años, en ese salón tipo invernadero, con plantas de flor de Nochebuena y arreglos de flores en las mesas.

Juntos, los integrantes de la familia cantan Las Mañanitas, con aplausos y porras.

Ahí está, el hombre que quiso ser Presidente de la República y que lo logró —pese a la encarnizada disputa por el poder que había en su tiempo— gracias a las enseñanzas de su maestro, Rodolfo Sánchez Taboada, de quien tiene un busto, en su memoria.

A media mañana llega la hija de Sánchez Taboada, Maty, quien comparte con Echeverría abrazos, felicitaciones y la remembranza del padre de ella, quien dejó impronta la disciplina en el político y que se caracterizó en su mandato por las expresiones claras, en su estilo singular de hablar y por algunas frases, como la que llegó a recitar la clase política que lideró: “¡Qué bueno que vino!”

Llega, sí, doña Maty Sánchez Taboada, con mil recuerdos de su padre, y con su hijo, Germán Sierra Sánchez, político poblano, exsenador del PRI, partido que dirigió su abuelo y quien tuvo como colaborador a un recién casado y titulado de licenciado en Derecho: Luis Echeverría Álvarez.

María Esther Echeverría Zuno cuida detalles de la reunión y con su hermano Benito pasa llamadas a su padre, mientras llegan flores y frutas como presentes.

Luis Echeverría Álvarez viste chamarra deportiva azul y pantalones grises. Sus colaboradores lo reportan bien de salud y con alegría. Amigos y parientes llegan y se van, otros miran algunos álbumes fotográficos, entre los que destaca el de la visita a la reina Isabel II, momento que motivó comentarios de aquella época.

El menú fue típico y mexicano: hubo sopa de verduras, pollo con mole, el pastel para el festejado, de fresas con crema y con dos velas con los números nueve y ocho. Además de las infaltables glorias, el dulce de cajeta neoleonés favorito de Echeverría Álvarez, discípulo de Sánchez Taboada.

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