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Todavía no sé a quién matar, a tus hijos o a ti. Aún no decido si es mejor que tú veas morir a tus hijos o que tus hijos te vean morir a ti...”.

Cuando escuchó estas palabras, Mónica se quedó helada. Fue la última amenaza que recibió de su pareja y por la cual decidió buscar un lugar seguro para ella y sus tres hijos. Al final, ese resguardo lo encontró en un refugio para mujeres víctimas de violencia extrema.

La nueva casa de Mónica tiene cámaras de videovigilancia en cada rincón. Hay un guardia que no permite el acceso a nadie, salvo a los abogados de las mujeres que allí residen. Tampoco hay espejos, cuchillos, tenedores ni ningún objeto filoso con el cual se puedan herir.

Mónica y sus compañeras no pueden salir a la calle, a menos que sea para denunciar. Este encierro lo viven durante tres meses, tiempo en el que especialistas les ayudan a crear un plan de vida para decidir dónde trabajar, a qué escuela mandar a sus hijos y dónde vivir.

“Para mí no había manera de parar los abusos más que ésta. Son medidas extremas, pero mi miedo era el de quedar en otro feminicidio”, dice Mónica respecto a la decisión de entrar a un refugio.

Relata que las agresiones de su pareja iniciaron hace un año, cuando tenía seis meses de embarazo: “Yo estaba muy mal. Me dolía la cadera, la cabeza, tenía los pies hinchados. Estaba acostada en la cama y él quiso tocar mis pechos, pero por quitarle la mano me pegó en la espalda con el puño cerrado. Así de cobarde, así de abusivo”.

Los límites de las agresiones contra Mónica, quien pidió omitir su nombre real, llegaron cuando estuvo a punto de morir: “Fueron dos ocasiones, una cuando me disparó porque no le quise servir de comer y otra cuando me asfixió porque le dije que prefería estar muerta que seguir viviendo con él. Esta última vez me desmayé y cuando desperté seguía viviendo la misma pesadilla”.

Tras sufrir esas agresiones, la víctima decidió buscar la ayuda de sus padres: “Pero eso era inútil, incluso ese hombre le dijo a mi mamá que la iba a matar si intentábamos quitarle la custodia del bebé”.

Sin un lugar seguro para vivir, Mónica decidió ser enviada de forma voluntaria a un refugio junto con sus hijos.

Con el objetivo de que la estancia de las mujeres sea lo más cómoda posible, la ONG que atiende el refugio organiza talleres de cocina, enfermería, trabajo social, costura y sicología. Los hijos de las víctimas de violencia cuentan con áreas de juego y pueden seguir estudiando en un pequeño salón de clases; incluso, los vinculan con escuelas de la zona.

“No puedo regresar a mi casa. Aquí hay esperanza, aquí puedo dormir tranquila”, dice Mónica.

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