Por encima del horizonte, sobre la cresta de los cerros, dos camiones blancos descargaron los primeros desperdicios de la mañana.

Chiconautla es una cárcel construida dentro de un antiguo basurero que la autoridad olvidó cerrar cuando mudó ahí a los reclusos. Sorprende que durante treinta años la prisión y el vertedero hayan cohabitado como hermanos siameses.

En tiempo de calor las narices duelen porque la pestilencia se apodera de toda la cuenca.

Los ajenos al penal no ingresamos antes de las diez de la mañana, así que aquel miércoles 13 de mayo de 2015 debí aguardar con paciencia casi una hora, hasta que un custodio accionó el pasador de una inmensa puerta de metal.

Antes de entrar, en el muro exterior topé con un cartelito que anunciaba una multa de seis mil pesos contra aquellos visitantes que introdujeran teléfono celular o dinero en efectivo. Después de cruzar tres aduanas me condujeron a los locutorios. Ahí, todos de pie, separados por una malla de fierro pintada de verde, los internos conversaban con sus abogados.

Hasta el último momento temí que algo pudiera salir mal, pero quince minutos después de solicitar su presencia apareció Juan Luis Vallejos de la Sancha.

Llegó vestido con uniforme azul y traía un cubrebocas, del mismo color, tapándole la mitad del rostro; imaginé que lo usaba para protegerse de los olores del basurero.

Para saludarme introdujo el dedo índice a través de uno de los brevísimos huecos de la malla. Preguntó si quería que habláramos en un lugar más accesible y pidió cien pesos. Con dudas, porque no había olvidado el cartelito en el muro exterior del penal, entregué enrollado un billete a través de la malla.

Cinco minutos después volvió Vallejos con un refresco de cola en la mano. La dádiva entregada a los custodios le consiguió permiso para situarse del lado de los abogados; lo tuve de cuerpo entero frente a mí. No era un hombre alto, pero me encontré con un deportista disciplinado.

En el pasillo paralelo a los locutorios comenzó a calentar el sol. Las manecillas del reloj en la pared marcaban las once de la mañana. Me habría gustado tener distancia con respecto a los demás reclusos, pero Vallejos estaba bien con la situación: se hallaba en familia, y esa familia hacía tiempo que había olvidado el significado de la privacidad.

El cubrebocas continuaba en el mismo lugar. Quizá también lo usaba para no hablar de más. Los tatuajes que llevaba por todo el cuerpo resultaron un buen pretexto para romper el hielo.

Sobre el dorso de la mano izquierda, a lo largo del pedazo de piel que une al dedo índice con el pulgar, Vallejos tenía tatuada una letra zeta.

Me aclaró que los primeros veinte zetas la lucían allí mismo, idéntica. Llevaba además una inscripción sobre la pared izquierda del cuello que rezaba «guerrero de dios», y me dijo que también tenía cinco estrellas perfiladas sobre la espalda alta:

—Una por cada estado de los cinco que conquistamos prime-ro —afirmó.

Si el cuerpo es el lienzo donde los seres humanos vamos bordando las experiencias de la vida, el de ese interno de Chiconautla era el paño de un testamento abrumador y contradictorio. El de un hombre que decía ser Galdino Mellado Cruz, alias el Zeta 9, y al mismo tiempo respondía al nombre de Juan Luis Vallejos de la Sancha.

Se retiró el cubrebocas y dijo:

—Fui uno de los veinte originales del grupo de los Zetas. El año pasado me convertí en un muerto vivo. Por la televisión supe que mataron a Galdino Mellado Cruz y sentí alegría, porque al fin había logrado librarme de mí.

En la red hay un par de fotografías de Galdino Mellado: provienen del Ejército y son archivos de la época en que se alistó para el servicio militar. Mi cerebro computó las semejanzas entre aquellas imágenes y la persona con quien conversaba.

Eran parecidos a los de Vallejos los ojos saltones y tristes del Zeta 9 y el pronunciado remate hacia abajo de sus párpados, lo mismo que las orejas pequeñas y redondas, así como la frente, ampliada por dos entradas grandes en el pelo.

De acuerdo con los registros públicos, Galdino Mellado tendría unos cuarenta y tres años, y a simple vista era posible que Juan Luis Vallejos fuera de la misma edad.

Si este hombre hablaba con la verdad, muchos estarían mintiendo: en mayo de 2014, justo un año antes de mi visita al reclusorio.

Mellado Cruz murió durante un enfrentamiento en Reynosa, Tamaulipas. Al menos eso dijo el gobierno: los agentes de la policía habrían encontrado su cuerpo dentro de una casa que su organización usaba como centro de operaciones. Pero Juan Luis Vallejos de la Sancha aseguró que él era Galdino Mellado Cruz.

—El de allá pertenece a la Familia Michoacana y ese otro, el que está parado junto a la reja, trabaja para la organización de los Beltrán Leyva... Hijo de la guerra, de Ricardo Raphael

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