Cuando el desatino nos alcance. A un mes y dos días de celebrar el segundo año de su llegada al poder, el presidente López Obrador ofrece un saldo de divisiones y fracturas que, a juzgar por sus empeños en ahondarlas, más parecen obedecer a un diseño de polarización y fragmentación deliberadas, que a la impericia y la improvisación (que también cuentan). En la línea compartida con otros exponentes de la internacional disrupción populista, la conducta de AMLO parte de un anacronismo: uno entre tantos que dominan sus instintos. Se trata de un recurso anacrónico —sobrevalorado en la política tradicional— de ‘dividir para reinar’: ‘divide e impera’, ‘divide y vencerás’. Fue formulado hace más de dos mil 300 años en la expansión romana sobre tribus y aldeas, y aplicada hace 500 por Cortés en el nuevo mundo para el control de sus poblaciones y territorios.

Hoy, en las democracias consolidadas (saque usted de aquí al México y al EU de hoy) la comunicación de los gobiernos se orienta al acuerdo y al entendimiento estable entre grupos y regiones. Y es el caso que esta semana amanecimos con la reacción más vistosa a la arcaica táctica divisoria actual. Es quizás la respuesta más trascendente de estos 23 primeros meses del régimen. Se trata del llamado de alerta de los diez gobernadores de la Alianza Federalista, acuerpados por la estructura institucional y las cabezas de los grupos civiles más representativos de sus estados. Ellos advierten del hartazgo frente al reforzado centralismo, excluyente y discriminatorio, así como frente a la concentración autocrática del poder y a la discrecionalidad presidencial en la asignación y en la negación de los recursos de todos.

El instinto tradicional de concentrar el poder y el control del país por la vía de la división y la fragmentación ha provocado en este caso su contrario: la unión, la alianza del Bajío guanajuatense con el occidente michoacano, colimense y jalisciense, así como con los estados norteños de Aguascalientes, Coahuila, Chihuahua, Durango, Nuevo León y Tamaulipas. Estos poderes del régimen federal tienden a erigirse en el contrapeso republicano que hoy por hoy no ofrecen el Poder Legislativo ni, con algunos altibajos, el Judicial. Pero el menosprecio mostrado ayer por el presidente López Obrador a los alcances de esta causa federalista avivará el sentimiento anticentralista en las poblaciones de la Alianza y el resentimiento del centro contra los federalistas. El riesgo; una —no por remota menos indeseable— balcanización del país, ¿Hasta que el desatino autoritario nos alcance?

Nadie se salva


De la proclividad instintiva del presidente a confiar en la fórmula divisoria, para vencer, no se salva ni su partido, ni el gabinete, ni los poderes del Estado, ni los empresarios, nadie, pero, como con la Alianza Federalista, en el caso de Morena podría revertírsele. Su fragmentación, nunca neutralizada, y el estallamiento de las hostilidades internas condujeron, como estaba pautado, a que todas las facciones terminaran aclamando al mandatario como el poder supremo y el árbitro imprescindible. Y, si bien, finalmente llegó a la presidencia un allegado del canciller Ebrard, también es cierto que en la trifulca se le anticipó el catálogo de cargos con el que se proyecta frustrar sus aspiraciones. Están por verse los efectos de la división una vez que el Supremo reparta las cartas marcadas para el 21 y el 24. Otro riesgo: divide y perderás.

Magna


Pero el riesgo mayor está en la magna división del país, intensificada en estos dos años, pero iniciada hace 20, entre quienes lo siguen ciegamente y quienes lo critican: el proyecto más audaz de uniformidad de las conciencias, por la vía de reducir a paria al discrepante a través de una poderosa espiral de silencio.

Profesor de Derecho a la Información. UNAM

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