Este es el tercer artículo de la serie Lecciones de un sexenio perdido, producida por Human Rights Watch para El UNIVERSAL con el propósito de evaluar la gestión de Enrique Peña Nieto en derechos humanos.

En marzo de 2015, a dos años de iniciada la presidencia de Enrique Peña Nieto, el experto en derechos humanos de la ONU, Juan Méndez,  observó  que la tortura  era “generalizada” en México. El gobierno respondió  atacando  a  Méndez. El entonces secretario de Relaciones Exteriores, José Antonio Meade, lo calificó de “irresponsable y poco ético” por haber  formulado  una acusación “que no  pudo  justificar”.  Lo  sorprendente  de  este ataque  ad hominem fue que la  afirmación  del experto de la ONU, aunque profundamente  preocupante,  no tuvo nada de extraordinaria.  Muy pocos mexicanos  debieron haberse sorprendido en lo  más mínimo  ante  su observación sobre la tortura en el país.

El gobierno intentó justificar su feroz ataque a  Méndez  alegando  que  su informe citaba únicamente  14 casos específicos de presuntas torturas.  Es posible que si se hubieran  agregado  más  casos concretos para complementar  los  datos  cuantitativos y la valiosa información que incluía el informe,  los hallazgos habrían sido  aún  más convincentes, si es que alguien todavía necesitaba algún convencimiento. Lo cierto es que, como lo sabía  perfectamente  el gobierno de Peña Nieto,  sí había  pruebas  abundantes  que avalaban  la conclusión  del experto de la ONU.

En 2011, un año antes que asumiera Peña Nieto, Human  Rights  Watch  (HRW) publicó un informe que analizaba en profundidad abusos perpetrados por las  fuerzas de seguridad mexicanas. El documento recibió amplia difusión en los medios, e incluso ocupó los titulares de los periódicos de mayor  circulación  del país. Documentamos el uso sistemático de la tortura en más de 170 casos. Las  técnicas documentadas  eran diversas, e incluían  golpizas, descargas eléctricas,  asfixia, amenazas de muerte y agresiones sexuales.  Los torturadores también eran actores diversos:  policías federales, estatales y municipales; soldados y marinos, y agentes del Ministerio Público federal y de los estados.

Estos  fueron  sólo  los casos que un  investigador de  nuestra organización  pudo documentar  haciendo  trabajo de campo  en  apenas  cinco estados.  En 2013 y 2014, la Procuraduría General de la República (PGR) recibió casi 2 mil reportes de tortura, mientras que comisiones de derechos humanos estatales recibieron más de 6 mil denuncias sobre tortura o tratos inhumanos.  Es imposible saber cuántas de esas denuncias eran fundadas,  pues la mayoría nunca se  investigó  adecuadamente.  Con independencia de la cantidad de casos concretos,  las  denuncias sobre tortura  que  habían trascendido en  los  meses previos a que Méndez presentara su informe  eran más que suficientes  para  dejar en claro  que la respuesta del gobierno  era  absurda.

Existía, por ejemplo,  un  video  de  febrero de 2015 —que posteriormente se viralizó— que  mostraba a  policías federales y soldados asfixiando a una mujer con una bolsa  de plástico  y amenazando con matarla.  También  estaba el  informe de la  Comisión Nacional de  los  Derechos Humanos (CNDH)  de octubre de 2014 que detalló cómo  agentes del Ministerio Público  a cargo de la  “investigación”  del asesinato de  22 civiles por  parte de  soldados en el municipio de  Tlatlaya habían detenido a  testigos,  los  habían sometido  a golpizas y asfixia,  y  amenazaron  con  violarlos y matarlos si no firmaban declaraciones que exculpaban a los militares.

Luego, por supuesto, está Ayotzinapa.  A fines de  2014, ante  una  presión pública sin precedentes para que se esclareciera el caso de los 43  estudiantes  desaparecidos  en Guerrero, la  PGR  construyó  una versión oficial de lo ocurrido  basándose  principalmente  en  las declaraciones  auto incriminatorias  de personas detenidas, que en su mayoría presentaban  huellas  de tortura. Según  un informe publicado este año por  la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACDH) , más de 30 de estos detenidos habían sufrido abusos como “golpes, patadas, toques  eléctricos,  vendaje  de  ojos,  intentos  de  asfixia,  agresiones  sexuales  y  diversas formas de tortura psicológica”. Es  posible que un detenido haya sido torturado hasta provocarle la  muerte.  En una conferencia de prensa que se transmitió por  televisión  a todo el país  en noviembre de 2014,  el procurador General, Jesús Murillo Karam, anunció que la PGR había  resuelto  el  caso y calificó  los  hallazgos  obtenidos mediante  tortura como “la verdad histórica,” una  expresión muy reveladora  que se volvería representativa del cinismo que distinguió al sexenio.

Como era de esperarse, los ataques del gobierno al experto de la ONU sobre tortura no hicieron que el problema desapareciera.  Durante 2015,  comisiones de derechos humanos estatales recibieron casi 2 mil nuevas denuncias de torturas. Al año siguiente, el  Instituto  Nacional de Estadística y Geografía  (Inegi)  encuestó  a más de 64 mil personas encarceladas en 338 prisiones,  más de 60 %  de las cuales habían sido detenidas  desde 2012, el año en  que asumió Peña Nieto. Casi dos tercios indicaron haber sufrido abusos físicos por parte de las autoridades que las detuvieron. Más de un tercio  afirmó  haber sido estrangulados, sumergidos en agua o asfixiados. Una quinta parte —casi 13 mil detenidos—  manifestó  haber recibido descargas eléctricas.

¿Cuántas de  estas denuncias  eran  ciertas? Una vez más, la  ausencia  de investigaciones  adecuadas  hace imposible  saberlo.  Pero hay dos  hechos  que sí  conocemos y  permiten presumir que fueron  muchas.  Primero, que —como lo reflejan  los casos de Ayotzinapa y Tlatlaya— los  agentes del Ministerio Público  creen que pueden usar declaraciones obtenidas mediante coacción para “resolver” casos penales.  Segundo,  que estas autoridades aparentemente  piensan  que pueden  hacerlo impunemente, y tienen motivos  fundados  para creerlo: la PGR ha “abierto”  más de 9 mil investigaciones  por  torturas desde que asumió Peña Nieto, en diciembre de 2012, hasta enero de 2018.  Según nos informó la propia PGR, durante ese periodo no obtuvo ni una sola condena.

Tal vez lo único positivo que dejó la tragedia de Ayotzinapa  sea  el repudio público generalizado que obligó  a Peña Nieto a adoptar varias medidas extraordinarias para abordar la  desastrosa  situación de los derechos humanos en el país. A fines de noviembre de 2014,  se comprometió a impulsar  10  medidas para fortalecer el Estado de derecho. Una de ellas  fue  una  ley contra la tortura,  aprobada  en abril de 2017. La ley incluye  disposiciones  que, si se implementaran  vigorosamente y de buena fe, podrían contribuir a  paliar  este tipo de abusos. Entre otras cosas, la ley  refuerza  las prohibiciones  vigentes al uso de confesiones obtenidas mediante coacción.  También  dispone  crear  fiscalías  especiales contra la tortura  en  la PGR y las procuradurías estatales, además de  fortalecer y dar autonomía a  un mecanismo nacional para realizar un  monitoreo  de los centros de detención  en el país, donde a menudo se cometen torturas. De este modo, la ley  pretende  abordar  los  dos factores que perpetúan esta práctica:  la  opción  de las autoridades de  recurrir a  la tortura para “resolver” casos, y  la posibilidad  de hacerlo  impunemente.

Ciertamente, a lo largo del tiempo México ha  adoptado  diversas leyes y mecanismos  que, en teoría,  parecen prometedores  para contrarrestar los abusos, pero que, en la práctica, consiguen escasos resultados. Esto es algo esperable cuando los funcionarios responsables  de implementar  estas medidas son más propensos  a negar los problemas  que a resolverlos, como lo hizo el gobierno de Peña Nieto en respuesta al informe de Méndez.

Sin embargo,  la negación de la realidad  quizá  sea más difícil  después de  Ayotzinapa,  a raíz  de  una  segunda  medida extraordinaria que adoptó Peña Nieto.  Ante  la indignación pública por estos  crímenes atroces,  Peña  Nieto  invitó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos  (CIDH)  a que enviara un equipo de investigadores —el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI)—  para  examinar  el modo en que el gobierno  investigaba  el  caso.  El trabajo de la PGR nunca antes había sido objeto de supervisión externa, y las conclusiones fueron devastadoras.

En informes emitidos en 2015 y 2016,  el GIEI  expuso claramente  que la investigación de Ayotzinapa presentaba una combinación nefasta de  ineptitud, abusos y mala fe  por parte  de la  PGR.  De esta manera, el GIEI demostró  lo que  expertos  internacionales y locales  de derechos  humanos —incluido  Méndez —  señalaban  desde hacía años  sobre  el papel central que  cumplían  las confesiones obtenidas  mediante  coacción en la perpetuación de la impunidad en México.

El  informe del alto Comisionado de la ONU  de  este año  proporcionó  pruebas  aún  más lapidarias  sobre  la lamentable gestión de la  PGR al investigar el caso.  En junio, una sentencia  de 712  páginas dictada  por  un tribunal  de circuito  federal concluyó que no  podía  confiarse en que la PGR esclareciera el caso e  instruyó  al gobierno federal a crear  una  “Comisión de Investigación para la Justicia y la Verdad”  para esa tarea.

Andrés Manuel López Obrador pronto tendrá que encargarse del caso Ayotzinapa.  El presidente electo  ha prometido crear una  comisión para  investigar  el caso.  Sin duda, una comisión que pueda  aclarar  cuál fue el destino de los estudiantes desaparecidos sería una iniciativa valiosa, en especial  si allana el camino para que los responsables sean llevados ante la justicia.

Sin embargo, la tragedia de Ayotzinapa es en  realidad  aún  mayor que el destino de los estudiantes,  e  incluso que el inmenso dolor de sus familiares.  Que este hecho atroz no se haya esclarecido  a pesar que el mundo entero tenía sus ojos puestos en él,  es apenas otra  indicación  de que  México  no asegura verdad y justicia a  las  miles  de familias  cuyos  seres queridos  han sido desaparecidos o asesinados.  El  recurso a  la tortura ha sido  un factor clave que explica este fracaso.

México  necesita urgentemente  mejorar  su  seguridad pública.  La tortura es, precisamente,  la antítesis  de  lo que se requiere.  Es  un delito que permite encubrir otros ilícitos.  Ayotzinapa, Tlatlaya y otros casos recientes han  demostrado  que la tortura  no  conduce a la verdad. Obliga a víctimas a decir lo que sus torturadores desean escuchar, a fin de hacer cesar  un  tormento intolerable. Las víctimas confiesan delitos que nunca cometieron. Acusan —o exoneran— falsamente a terceros. Luego se juzga a personas inocentes, mientras que los verdaderos  responsables  siguen en libertad.  Es decir, la tortura perpetúa la misma impunidad que permite que proliferen  el crimen y los abusos.

Es crucial  que López Obrador extraiga varias  lecciones  de lo ocurrido en Ayotzinapa. La primera es la necesidad urgente de establecer una fiscalía autónoma que tenga la  capacidad  y la determinación necesarias para llevar a cabo investigaciones serias de, como mínimo, las más graves atrocidades cometidas por  integrantes de  las  fuerzas de seguridad  y la delincuencia  organizada.  Este importante objetivo  debería guiar la actuación del presidente electo  en  el proceso de crear una  nueva  fiscalía federal.

Una segunda  lección  es que,  para que haya investigaciones serias de las atrocidades y otros delitos graves —y, por ende,  para  que la nueva fiscalía tenga éxito— será necesario  combatir y  erradicar la tortura.  Esto  requiere  la implementación plena y enérgica de la nueva ley sobre tortura —entre otros, para asegurarse de  que el  registro nacional de casos y la fiscalía especializada funcionen  con la mayor eficacia.  Aunque la ley sobre tortura  exigía  que la PGR tuviera la infraestructura necesaria para operar el registro nacional en diciembre de 2017,  la PGR  nos  informó  en agosto de 2018, ocho meses después de la  fecha límite, que esta tarea todavía estaba pendiente. Tampoco se ha emitido el programa nacional en contra de la tortura que  exige la ley.

Una tercera  lección  que  se  infiere  de Ayotzinapa concierne al papel vital que han tenido tres tipos de actores para poner de manifiesto  el manejo  deficiente del caso por parte del  Estado: las familias de las víctimas, las organizaciones de la sociedad civil locales y los investigadores internacionales. La “verdad histórica”, ya desacreditada, habría prevalecido casi indefectiblemente de no ser por los esfuerzos incansables de las familias de las víctimas exigiendo respuestas, la orientación y la asistencia legal que les brindaron organizaciones de derechos humanos locales para que sus pedidos fueran escuchados,  y  las investigaciones de  expertos internacionales, así como  de  otras organizaciones  de la sociedad civil.  El próximo gobierno debería aceptar y promover la participación continua de  todos  estos  actores,  a  fin de  erradicar la tortura y  la impunidad asociada con este delito en México.

*Daniel Wilkinson es director ejecutivo adjunto para las Américas de Human Rights Watch.

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