Dicen los sabios que el valor no es la ausencia de miedo, sino enfrentarse al miedo mismo, y así es como Silvia Rosas Saucedo, enfermera internista de 40 años, concibe la batalla que está dando todos los días desde hace un mes en contra del “gigante invisible”, como ella llama al coronavirus.

Enfermera del Hospital General de Tijuana, Baja California, habló con su familia y luego pidió a la dirección del hospital ser incluida en el equipo de personal de la salud que se encargaría de atender a los pacientes de Covid-19.

“Todo el tiempo tengo miedo, porque cuando entro al piso 3 del hospital, el área negra, como le decimos, donde están los pacientes de coronavirus, para mí es como meterme a una nube y enfrentarme a un gigante invisible”, cuenta.

“La muerte no es algo a lo que te acostumbres. Jamás te vas a acostumbrar a ver cómo se le va la vida a una persona, todo lo que era, a verla partir, pero quiero estar con mis pacientes, ser alguien que les comparta su humanidad, que sea cálida con ellos en un momento tan difícil”, dice.

Silvia, con experiencia de 14 años en el campo, tiene miedo de la batalla, porque sabe que como personal de alto riesgo la puede perder en cualquier momento. Le teme a la pelea, pero a su rival, ese gigante que no ve, pero que todos los días mata o debilita a sus pacientes, no lo enfrenta con temor, sino con respeto.

Es por eso que toma todas las medidas para evitar el contagio: se pone mascarilla, goggles, traje completo, protectores de zapatos y un nuevo par de guantes. Es un equipo que la hace sudar, y cuando lo lleva puesto sabe que no puede comer, beber agua ni utilizar el baño, porque necesita cuando menos 10 minutos para quitárselo y otros 10 para ponerse uno nuevo, además de la supervisión especial de uno de sus compañeros.

Está perfectamente consciente de que cualquier error o inclusive una pequeña rasgadura que tenga su traje podría permitir que el virus entre en contacto con su cuerpo y contagiarla.

“A la enfermedad la conozco, la he estudiado. Nos hemos capacitado para enfrentarla y soy muy estricta en mis rutinas diarias de seguridad, en lo que tengo que hacer para protegerme. No me siento invencible ni que soy más que este gigante, pero tampoco le tengo miedo”, dijo en entrevista telefónica.

Es precisamente por la dureza de las medidas que decidió mudarse a la camioneta familiar, en la que llevaba a sus hijos a la escuela, y vivir en ella durante cuatro semanas; su mayor preocupación era infectar a su esposo, Alejandro, electromecánico de 43 años, o a sus hijos: un joven universitario y los más pequeños, de 13, nueve y seis años.

“El virus ahí está, pero tiene sus límites y los conocemos. No se trata de arriesgarnos, pero mucha gente que se contagió, como no lo conocía, fue presa fácil. Tal vez si hubieran tomado las medidas no se hubieran contagiado”, dijo.

Para no infectar a sus hijos o a su esposo durmió casi cuatro semanas en la camioneta familiar, que estacionó frente al hospital, hasta que la asociación local de hoteleros brindó alojamiento al personal médico que no deseaba regresar a sus casas diariamente para evitar contagiar a su familia.

Para Silvia Rosas representa un honor cumplir con su deber y formar parte del personal que todos los días atiende a pacientes de coronavirus en el temido tercer piso del Hospital General de Tijuana.

“Me siento afortunada porque sé que puedo hacer algo por mis pacientes. El profesional de la salud se parte el alma tratando de salvar gente. Creo que este es un momento histórico”, dijo.

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