El Bellagio es un edificio imponente, enorme, un mastodonte sólido de toques románticos. Sus fuentes de colores, en medio de un gran lago artificial —sorprendente en un desierto como el que se encuentra Las Vegas— son un espectáculo que no hay que perderse cuando uno visita la capital del juego.

Desde el lunes, sin embargo, no hay fuentes ni música ni nada: el agua está mansa, impasible, de duelo. Nadie va a ver el espectáculo de luces y sonido, pero muchos se paran a ver, en una esquinita minúscula, el pequeño altar que se ha hecho a las 59 víctimas del tiroteo más sangriento en la historia de Estados Unidos.

No es más que una cartulina amarilla con un título escueto pero impactante: “En memoria de Route 91”, el festival que la noche del domingo se convirtió en un infierno. Dos niñas pusieron el cartón la mañana del lunes y decenas de personas pasan por ahí para poner velas, flores o escribir un mensaje en memoria de los fallecidos.

“A mi bella madre, te quiero con todo mi corazón y te prometo que te haré sentir orgullosa. Gracias por ser la luz en la vida de todos”, escribió Amber. “A la madre de mi mejor amigo: Cuidaré de Lev. Te quiero: Nicole”, se lee en otro mensaje.

Uno de los más sentidos es el de Robert Patterson. Desde el lunes, Robert se había convertido en una figura conocida en la ciudad, tras recorrer todos los hospitales y centros de salud en busca de su mujer, Lisa; la mañana del martes, derrotado, recibió la peor noticia: su esposa era una de las víctimas de la masacre.

“A mi esposa Lisa: fuiste lo mejor de mi vida y no puedo expresar cuánto echo de menos tu sonrisa y tu hermoso corazón”, escribió a altas horas de la madrugada. “Estoy totalmente perdido. No sé qué voy a hacer”, confesaba en una entrevista televisiva.

En su paseo matinal, Bobby, un hombre alto y fortachón, descubrió el cartel amarillo rodeado de velas al lado del lago del Bellagio. Sin mirar a nadie ni abrir la boca, agarró un bolígrafo rojo y escribió: “Dios nos bendiga a todos”. Y se fue, sin hablar y con la mirada en el suelo.

De su reacción ante la masacre se vio que Bobby no era un turista, porque los que están estos días por Las Vegas parece que no tienen nada que ver con el tiroteo, que la peor masacre de la historia de EU sea sólo un hecho circunstancial. Las pantallas gigantes luminosas quizá no muestran publicidad ni hacen un llamado a espectáculos y la diversión, llenas de plegarias y agradecimientos, pero la ciudad sigue ofreciéndoles juegos de azar sin freno.

Los locales, en cambio, todavía no salen de su asombro. “Es irreal, increíble”, dice Joe, taxista. “Todavía no entiendo nada”, confiesa.

Hace días que su entorno no habla de otra cosa, tejiendo hipótesis sobre cómo Stephen Paddok, el autor de la matanza, metió tantas armas, más de 20, a un hotel.

Ayer regresaron las vigilias silenciosas, las velas y las flores: una congoja compartida mientras siguen esperando que alguien resuelva la duda más inquietante: por qué; qué motivo hubo para que un hombre en apariencia normal destrozara la idiosincrasia de Las Vegas.

A pocos metros al norte de The Strip, el centro neurálgico de Las Vegas, se ha situado el kilómetro cero del duelo: el centro de atención a familiares y víctimas. El goteo de personas ha disminuido con respecto al lunes, cuando era un río de gente con fotografías en la mano preguntando por sus seres queridos.

La policía resguarda la privacidad de las familias, convirtiendo el centro de atención de víctimas en un santuario. Algunos entran y salen rápidamente, sin hablar, como si hubieran ido a preguntar, obtuvieran respuesta, y se fueran.

Los que no paran de llegar al centro son coches con donaciones. Agua, comida, ropa. Son tantos que han habilitado un almacén entero.

Las Vegas está unida en torno a sus muertos y los sobrevivientes; la vida nocturna puede esperar.

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