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Cuando Nereo Pérez era niño encontró un casete mientras jugaba cerca del río, le sacó la cinta y la enredó entre sus dedos hasta formar una urdimbre improvisada; para que su obra no se desbaratara pasó un trozo del antiguo material musical entre las aberturas y se dio cuenta de que así quedaba consistente. Con esa cinta encontró su camino: sería un tejedor.

Para ese entonces Nereo tenía nueve años y la curiosidad por los tejidos ya lo desbarataba, cuando iba al mercado en Zapotitlán de Méndez, Puebla, le maravillaba la ropa hecha a mano que vendían las mujeres de diversos pueblos originarios, así que le pidió a su mamá que le enseñara, pero ella dijo: “Los hombres no tejen, los hombres no agarran hilos”.

Debido a graves conflictos por la tierra, la familia de Nereo salió huyendo de Huitzilan de Serdán en 1984 y se estableció en Zapotitlán, donde él nació. En la escuela lo discriminaron por ser nahua y no hablar español, sus compañeros le decían “fuereño” o “huitzilteco”, “hasta los propios maestros a veces te daban una perspectiva de que ser indígena era motivo de vergüenza, de marginación, de pobreza, de ‘no sabes nada’, que eres un burro, un ignorante”, recuerda.

Él se cuestionaba dichas afirmaciones cuando observaba la complejidad de los tejidos de los pueblos originarios: “Tienen medidas exactas, una combinación de colores, una perfección… ¿en qué sentido somos ignorantes?, ¿en qué sentido somos tontos, mensos?, si la gente de los pueblos pueden hacer esto, si pueden hacer un textil tan perfecto que lleva conteo, que lleva matemáticas, que lleva hasta como un lenguaje expresado ahí”.

Después del incidente del casete Nereo empezó a tejer con intuición casi arácnida, sólo con sus dedos hizo varias pulseras y una faja, si la gente lo veía decía: “Este niño tiene el corazón volteado”. Cuando su papá se dio cuenta se enojó, pese al conflicto, el pequeño tejedor persistió en su convicción de demostrar lo que podía hacer su cultura. De día trabajaba en el campo, de noche sacaba sus hilos y urdía hasta que el único foco de su casa se lo permitía.

Las grandes manos de Nereo entrelazan uno a uno los hilos de gasa en finos senderos que aún no existen, pero que pronto tomarán forma. Sus dedos callosos por tanto tejer andan sobre las marcas en la madera del telar que dejaron los hilos de su bisabuela. Recuerda bien el día que lo recibió: él quería aprender más técnicas, pero no tenía herramientas, así que buscó a Gabriela Monterde, su tía abuela, quien había heredado el telar de su madre.

Gabriela no lo podía creer: “Ya vamos a desaparecer, ya el mundo se va a acabar, no puede ser que a un hombre y menos a un niño le interese esto de los hilos y el tejido”, dijo en aquel entonces. Ante su espanto, su hermana le recordó el amor que su madre tenía a los hilos: “Es que quizá el espíritu de mi mamá reencarnó en él”. Su tía abuela le dio el telar: “Éstos son de Mamá Grande y te los dejo a ti”.

“Tejer es amor a la vida”

Otra historia se hiló hace casi 40 años, en lejanas tierras defeñas, cuando un chilango de 18 años llamado Jaime Loera también le pidió a su madre que lo enseñara a tejer, su respuesta fue la misma que tiempo después recibiría Nereo: “No, los hombres no tejen”. Él se preguntó “¿por qué no?”, luego robó a su mamá una bola de estambre y unas agujas, como pudo hizo “un churrito mal hecho” y se lo enseñó.

“Te voy a enseñar, nada más que tu papá no te vea”, respondió su mamá después de ver lo que había hecho. Así se tramó también una amistad entre ambos, mientras juntos hacían suéteres para vender. “Fue como un reto, una rebeldía, y al paso del tiempo yo creo que nos ayudó a fijarnos más la meta”, recuerda en su taller, Gomita Arte Textil, donde ahora lo rodean piezas elaboradas con diversas técnicas que ha aprendido con el tiempo.

Para Jaime tejer comenzó como una actividad silenciosa, dice que la sociedad era más cerrada en aquél entonces; sin embargo, piensa que aún hoy no es bien visto que el hombre se dedique a este oficio. Con el tiempo hizo de su vocación algo cada vez más público y este año logró cumplir uno de sus propósitos: tejer en el Zócalo de la Ciudad de México.

Mientras vendía sus prendas en un encuentro de textileros en la Plaza de la Constitución, él sacó su telar de cintura y se puso a trabajar, sus colegas de otros estados pasaban y lo miraban sorprendidas, “¿ A poco tú tejes?, es raro ver a un hombre tejiendo”, comentaban. Para Jaime es importante que los hombres puedan tejer: “Es una libertad de expresión personal, emotiva y sentimental”.

Sin embargo, no en todas las comunidades está restringido que los hombres se dediquen a esta actividad, por ejemplo, Eli Bartra, investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana, explica que desde 1980 Teotitlán del Valle, Oaxaca, es un pueblo productor de sarapes donde todo el pueblo teje: hombres, mujeres, niños y niñas.

“Las mujeres han tejido en México con telar de cintura desde la época prehispánica y hoy siguen haciéndolo en varias localidades. Después de la conquista se introdujo el telar de pie, que lo usaron por siglos únicamente los hombres. A partir, más o menos, de la década de 1960, las mujeres entraron cada vez en mayor número a tejer con el telar de pie”, escribe la especialista en estudios de género.

De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), entre 2003 y 2008 se registró que de 408 mil 831 personas ocupadas en la fabricación de prendas de vestir, 15 mil 374 eran hombres propietarios, familiares o meritorios, sólo mil 69 realizaba tejido de prendas de vestir de punto.

Para Jaime, tejer es “amor a la vida porque te expresas, te explayas, tienes libertad, vuelas, haces, deshaces, tienes mil formas de hacer algo, a parte de todo, con todo lo que haces vistes a la gente y se lleva algo de ti. Yo creo que es una forma de compartir, siempre lo digo y lo seguiré diciendo: amo tejer”.

Compartir el conocimiento

Nereo considera que antes el uso de la ropa con tejidos originarios era principalmente un motivo de discriminación, pero desde hace un tiempo ha visto una especie de “bomba cultural”, ahora está siendo revalorizada y trasciende, opinión con la que Jaime coincide: la gente ya sabe que “dura más un huipil hecho a mano que una blusa de Zara”.

Ahora ambos combinan sus labores de tejido con la enseñanza, a veces Nereo viaja para dar clases desde Puebla hasta la colonia San Rafael, en la Ciudad de México, donde está el taller de Jaime, en su más reciente curso de telar uno de sus alumnos es hombre.

Jaime fundó el taller para invitar a la gente a aprender técnicas textiles y prestar un espacio a los colegas que vienen de otros estados y no tienen dónde ofrecer sus productos y su conocimiento. En este lugar también anda por los pasillos Valentín Jiménez, quien se acercó a aprender con el profesor Loera, “cuando ya me ven tejer o bordar no me lo creen”, dice.

Jaime no es de ningún pueblo originario, “pero eso no quita que tengamos la intención y las fuerzas para seguir en esto y meternos como si fuéramos”, afirma. Le habría gustado serlo, pues uno de los obstáculos que ha encontrado es que las instituciones sólo aceptan personas de pueblos originarios para actividades del sector: “Necesitas ser de Oaxaca, Puebla o Chiapas, necesitas ser también morenito para que también la gente vea”.

Para Jaime es importante ser respetuoso con el conocimiento de los pueblos, pedirles permiso a los maestros que le enseñaron para compartir el conocimiento, además, “si vas a dar un taller de una comunidad tienes que tener un respeto por impartirlo tal y como es y dar los créditos de la persona que te lo compartió, porque muchos se lo adjudican”.

Nereo precisa que al elaborar cualquier pieza todo tiene un significado; por ejemplo, él descubrió que en su cultura la trama es masculina y la urdimbre femenina, “se dice que cuando va abriendo la urdimbre y entra a la trama es como si tuvieran relaciones sexuales… el producto de los humanos es un bebé y el de aquí es una tela”, explica.

Por lo tanto, se requieren de muchos cuidados, comenta que su bisabuela pensaba que molestaba a la tierra cuando ponía sobre ésta los palos para tejer, por ello le colocaba como ofrenda una vasija de maíz donde colocaba los hilos, así la tierra no le descomponía la urdimbre con su disgusto. Las mujeres totonacas de Zapotitlán escondían una tortilla gorda debajo del tejido, se creía que ésta absorbía el hambre y la ansiedad de las personas y no recaían en el tejido, porque era algo puro.

Nereo dice que en Zapotitlán de Méndez quizá él es el único hombre tejedor, no le molesta que las personas que no son de su pueblo aprendan las técnicas ancestrales. Recuerda con cariño las palabras de doña Concha, la primera mujer que aceptó enseñarlo a tejer en gasa y se alegró de que un hombre se interesara en ello: “Yo algún día voy a desaparecer y quiero que se quede mi conocimiento”.

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